miércoles, 31 de agosto de 2016

«Los últimos serán primeros y los primeros, últimos»


Texto del Evangelio (Mt 20,1-16): En aquel tiempo, Jesús dijo a los discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo’. Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: ‘¿Por qué estáis aquí todo el día parados?’. Dícenle: ‘Es que nadie nos ha contratado’. Díceles: ‘Id también vosotros a la viña’.

»Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: ‘Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros’. Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno. Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: ‘Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor’. Pero él contestó a uno de ellos: ‘Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?’. Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos».

«Los últimos serán primeros y los primeros, últimos»

Hoy, la Palabra de Dios nos invita a ver que la “lógica” divina va mucho más allá de la lógica meramente humana. Mientras que los hombres calculamos («Pensaron que cobrarían más»: Mt 20,10), Dios —que es Padre entrañable—, simplemente, ama («¿Va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?»: Mt 20,15). Y la medida del Amor es no tener medida: «Amo porque amo, amo para amar» (San Bernardo).

Pero esto no hace inútil la justicia: «Os daré lo que sea justo» (Mt 20,4). Dios no es arbitrario y nos quiere tratar como hijos inteligentes: por esto es lógico que haga “tratos” con nosotros. De hecho, en otros momentos, las enseñanzas de Jesús dejan claro que a quien ha recibido más también se le exigirá más (recordemos la parábola de los talentos). En fin, Dios es justo, pero la caridad no se desentiende de la justicia; más bien la supera (cf. 1Cor 13,5).

Un dicho popular afirma que «la justicia por la justicia es la peor de las injusticias». Afortunadamente para nosotros, la justicia de Dios —repitámoslo, desbordada por su Amor— supera nuestros esquemas. Si de mera y estricta justicia se tratara, nosotros todavía estaríamos pendientes de redención. Es más, no tendríamos ninguna esperanza de redención. En justicia estricta no mereceríamos ninguna redención: simplemente, quedaríamos desposeídos de aquello que se nos había regalado en el momento de la creación y que rechazamos en el momento del pecado original. Examinémonos, por tanto, de cómo andamos de juicios, comparaciones y cálculos cuando tratamos con los demás.

Además, si de santidad hablamos, hemos de partir de la base de que todo es gracia. La muestra más clara es el caso de Dimas, el buen ladrón. Incluso, la posibilidad de merecer ante Dios es también una gracia (algo que se nos concede gratuitamente). Dios es el amo, nuestro «propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña» (Mt 20,1). La viña (es decir, la vida, el cielo...) es de Él; a nosotros se nos invita, y no de cualquier manera: es un honor poder trabajar ahí y podernos “ganar” el cielo.



PADRE
BENDICE
A NUESTRA
PATRIA







domingo, 21 de agosto de 2016

«Señor, ¿son pocos los que se salvan?»



Texto del Evangelio (Lc 13,22-30): En aquel tiempo, Jesús atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’. Y os responderá: ‘No sé de dónde sois’. Entonces empezaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas’; y os volverá a decir: ‘No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!’. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos».

«Señor, ¿son pocos los que se salvan?»

Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.

Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.

«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.

Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...





sábado, 20 de agosto de 2016

«El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»





Texto del Evangelio (Mt 23,1-12): En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente y a los discípulos: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame “Rabbí”.

»Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Rabbí”, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar “Guías”, porque uno solo es vuestro Guía: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

«El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

Hoy, Jesucristo nos dirige nuevamente una llamada a la humildad, una invitación a situarnos en el verdadero lugar que nos corresponde: «No os dejéis llamar “Rabbí” (...); ni llaméis a nadie “Padre” (...); ni tampoco os dejéis llamar “Guías”» (Mt 23,8-10). Antes de apropiarnos de todos estos títulos, procuremos dar gracias a Dios por todo lo que tenemos y que de Él hemos recibido.

Como dice san Pablo, «¿qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?» (1Cor 4,7). De manera que, cuando tengamos conciencia de haber actuado correctamente, haremos bien en repetir: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10).

El hombre moderno padece una lamentable amnesia: vivimos y actuamos como si nosotros mismos hubiésemos sido los autores de la vida y los creadores del mundo. Por contraste, causa admiración Aristóteles, el cual —en su teología natural— desconocía el concepto de la “creación” (noción conocida en aquellos tiempos sólo por Revelación divina), pero, por lo menos, tenía claro que este mundo dependía de la Divinidad (la “Causa incausada”). Juan Pablo II nos llama a conservar la memoria de la deuda que tenemos contraída con nuestro Dios: «Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que solamente él, entre todas las otras realidades terrestres, puede reconocer».

Además, pensando en la vida sobrenatural, nuestra colaboración —¡Él no hará nada sin nuestro permiso, sin nuestro esfuerzo!— consiste en no estorbar la labor del Espíritu Santo: ¡dejar hacer a Dios!; que la santidad no la “fabricamos” nosotros, sino que la otorga Él, que es Maestro, Padre y Guía. En todo caso, si creemos que somos y tenemos algo, esmerémonos en ponerlo al servicio de los demás: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,11).





PADRE
BENDICE
A NUESTRA
PATRIA







viernes, 19 de agosto de 2016

«Amarás al Señor, tu Dios... Amarás a tu prójimo»




Texto del Evangelio (Mt 22,34-40): En aquel tiempo, cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Él le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».

«Amarás al Señor, tu Dios... Amarás a tu prójimo»

Hoy, el maestro de la Ley le pregunta a Jesús: «¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22,36), el más importante, el primero. La respuesta, en cambio, habla de un primer mandamiento y de un segundo, que le «es semejante» (Mt 22,39). Dos anillas inseparables que son una sola cosa. Inseparables, pero una primera y una segunda, una de oro y la otra de plata. El Señor nos lleva hasta la profundidad de la catequesis cristiana, porque «de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40).

He aquí la razón de ser del comentario clásico de los dos palos de la Cruz del Señor: el que está cavado en tierra es la verticalidad, que mira hacia el cielo a Dios. El travesero representa la horizontalidad, el trato con nuestros iguales. También en esta imagen hay un primero y un segundo. La horizontalidad estaría a nivel de tierra si antes no poseyésemos un palo derecho, y cuanto más queramos elevar el nivel de nuestro servicio a los otros —la horizontalidad— más elevado deberá ser nuestro amor a Dios. Si no, fácilmente viene el desánimo, la inconstancia, la exigencia de compensaciones del orden que sea. Dice san Juan de la Cruz: «Cuanto más ama un alma, tanto más perfecta es en aquello que ama; de aquí que esta alma, que ya es perfecta, toda ella es amor y todas sus acciones son amor».

Efectivamente, en los santos que conocemos vemos cómo el amor a Dios, que saben manifestarle de muchas maneras, les otorga una gran iniciativa a la hora de ayudar al prójimo. Pidámosle hoy a la Virgen Santísima que nos llene del deseo de sorprender a Nuestro Señor con obras y palabras de afecto. Así, nuestro corazón será capaz de descubrir cómo sorprender con algún detalle simpático a los que viven y trabajan a nuestro lado, y no solamente en los días señalados, que eso lo sabe hacer cualquiera. ¡Sorprender!: forma práctica de pensar menos en nosotros mismos.




PADRE
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A NUESTRA
PATRIA








jueves, 18 de agosto de 2016

Dante Gebel #153 | Un refugio para Su gloria

Dante Gebel #153 | Un refugio para Su gloria

«Mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda»



Texto del Evangelio (Mt 22,1-14): En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a los grandes sacerdotes y a los notables del pueblo: «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía a otros siervos, con este encargo: ‘Decid a los invitados: Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda’. Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron. Se airó el rey y, enviando sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad.

»Entonces dice a sus siervos: ‘La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda’. Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dice: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?’. Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: ‘Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes’. Porque muchos son llamados, mas pocos escogidos».
«Mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda»

Hoy, la parábola evangélica nos habla del banquete del Reino. Es una figura recurrente en la predicación de Jesús. Se trata de esa fiesta de bodas que sucederá al final de los tiempos y que será la unión de Jesús con su Iglesia. Ella es la esposa de Cristo que camina en el mundo, pero que se unirá finalmente a su Amado para siempre. Dios Padre ha preparado esa fiesta y quiere que todos los hombres asistan a ella. Por eso dice a todos los hombres: «Venid a la boda» (Mt 22,4).

La parábola, sin embargo, tiene un desarrollo trágico, pues muchos, «sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio...» (Mt 22,5). Por eso, la misericordia de Dios va dirigiéndose a personas cada vez más lejanas. Es como un novio que va a casarse e invita a sus familiares y amigos, pero éstos no quieren ir; llama después a conocidos y compañeros de trabajo y a vecinos, pero ponen excusas; finalmente se dirige a cualquier persona que encuentra, porque tiene preparado un banquete y quiere que haya invitados a la mesa. Algo semejante ocurre con Dios.

Pero, también, los distintos personajes que aparecen en la parábola pueden ser imagen de los estados de nuestra alma. Por la gracia bautismal somos amigos de Dios y coherederos con Cristo: tenemos un lugar reservado en el banquete. Si olvidamos nuestra condición de hijos, Dios pasa a tratarnos como conocidos y sigue invitándonos. Si dejamos morir en nosotros la gracia, nos convertimos en gente del camino, transeúntes sin oficio ni beneficio en las cosas del Reino. Pero Dios sigue llamando.

La llamada llega en cualquier momento. Es por invitación. Nadie tiene derecho. Es Dios quien se fija en nosotros y nos dice: «¡Venid a la boda!». Y la invitación hay que acogerla con palabras y hechos. Por eso aquel invitado mal vestido es expulsado: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?» (Mt 22,12).




PADRE
BENDICE
NUESTRA
PATRIA









miércoles, 17 de agosto de 2016

«Los últimos serán primeros y los primeros, últimos»





Texto del Evangelio (Mt 20,1-16): En aquel tiempo, Jesús dijo a los discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo’. Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: ‘¿Por qué estáis aquí todo el día parados?’. Dícenle: ‘Es que nadie nos ha contratado’. Díceles: ‘Id también vosotros a la viña’.

»Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: ‘Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros’. Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno. Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: ‘Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor’. Pero él contestó a uno de ellos: ‘Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?’. Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos».

«Los últimos serán primeros y los primeros, últimos»

Hoy, la Palabra de Dios nos invita a ver que la “lógica” divina va mucho más allá de la lógica meramente humana. Mientras que los hombres calculamos («Pensaron que cobrarían más»: Mt 20,10), Dios —que es Padre entrañable—, simplemente, ama («¿Va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?»: Mt 20,15). Y la medida del Amor es no tener medida: «Amo porque amo, amo para amar» (San Bernardo).

Pero esto no hace inútil la justicia: «Os daré lo que sea justo» (Mt 20,4). Dios no es arbitrario y nos quiere tratar como hijos inteligentes: por esto es lógico que haga “tratos” con nosotros. De hecho, en otros momentos, las enseñanzas de Jesús dejan claro que a quien ha recibido más también se le exigirá más (recordemos la parábola de los talentos). En fin, Dios es justo, pero la caridad no se desentiende de la justicia; más bien la supera (cf. 1Cor 13,5).

Un dicho popular afirma que «la justicia por la justicia es la peor de las injusticias». Afortunadamente para nosotros, la justicia de Dios —repitámoslo, desbordada por su Amor— supera nuestros esquemas. Si de mera y estricta justicia se tratara, nosotros todavía estaríamos pendientes de redención. Es más, no tendríamos ninguna esperanza de redención. En justicia estricta no mereceríamos ninguna redención: simplemente, quedaríamos desposeídos de aquello que se nos había regalado en el momento de la creación y que rechazamos en el momento del pecado original. Examinémonos, por tanto, de cómo andamos de juicios, comparaciones y cálculos cuando tratamos con los demás.

Además, si de santidad hablamos, hemos de partir de la base de que todo es gracia. La muestra más clara es el caso de Dimas, el buen ladrón. Incluso, la posibilidad de merecer ante Dios es también una gracia (algo que se nos concede gratuitamente). Dios es el amo, nuestro «propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña» (Mt 20,1). La viña (es decir, la vida, el cielo...) es de Él; a nosotros se nos invita, y no de cualquier manera: es un honor poder trabajar ahí y podernos “ganar” el cielo.





PADRE
BENDICE
A NUESTRA
PATRIA









martes, 16 de agosto de 2016

LA DANZA DEL REY DAVID REMOLINEANDO

«Un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos... Entonces, ¿quién se podrá salvar?»



Texto del Evangelio (Mt 19,23-30): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos». Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?». Jesús, mirándolos fijamente, dijo: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible».

Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?». Jesús les dijo: «Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Pero muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros».

«Un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos... Entonces, ¿quién se podrá salvar?»

Hoy contemplamos la reacción que suscitó entre los oyentes el diálogo del joven rico con Jesús: «¿Quién se podrá salvar?» (Mt 19,25). Las palabras del Señor dirigidas al joven rico son manifiestamente duras, pretenden sorprender, despertar nuestras somnolencias. No se trata de palabras aisladas, accidentales en el Evangelio: veinte veces repite este tipo de mensaje. Lo debemos recordar: Jesús advierte contra los obstáculos que suponen las riquezas, para entrar en la vida...

Y, sin embargo, Jesús amó y llamó a hombres ricos, sin exigirles que abandonaran sus responsabilidades. La riqueza en sí misma no es mala, sino su origen si fue injustamente adquirida, o su destino, si se utiliza egoístamente sin tener en cuenta a los más desfavorecidos, si cierra el corazón a los verdaderos valores espirituales (donde no hay necesidad de Dios).

«¿Quién se podrá salvar?». Jesús responde: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19,26). —Señor, Tú conoces bien las habilidades de los hombres para atenuar tu Palabra. Tengo que decírtelo, ¡Señor, ayúdame! Convierte mi corazón.

Después de marchar el joven rico, entristecido por su apego a sus riquezas, Pedro tomó la palabra y dijo: —Concede, Señor, a tu Iglesia, a tus Apóstoles ser capaces de dejarlo todo por Ti.

«En la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria...» (Mt 19,28). Tu pensamiento se dirige a ese “día”, hacia ese futuro. Tú eres un hombre con tendencia hacia el fin del mundo, hacia la plenitud del hombre. En ese tiempo, Señor, todo será nuevo, renovado, bello.

Jesucristo nos dice: —Vosotros, que lo habéis dejado todo por el Reino, os sentaréis con el Hijo del Hombre... Recibiréis el ciento por uno de lo que habéis dejado... Y heredaréis la vida eterna... (cf. Mt 19,28-29).

El futuro que Tú prometes a los tuyos, a los que te han seguido renunciando a todos los obstáculos... es un futuro feliz, es la abundancia de la vida, es la plenitud divina.

—Gracias, Señor. ¡Condúceme hasta ese día!




PADRE
BENDICE
A NUESTRA
PATRIA