sábado, 20 de enero de 2018
«Está fuera de sí»
Texto del Evangelio (Mc 3,20-21): En aquel tiempo, Jesús volvió a casa y se
aglomeró otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus
parientes y fueron a hacerse cargo de Él, pues decían: «Está fuera de sí
«Está fuera de sí»
Hoy vemos cómo los propios de la parentela de Jesús
se atreven a decir de Él que «está fuera de sí» (Mc 3,21). Una vez más, se
cumple el antiguo proverbio de que «un profeta sólo en su patria y en su casa
carece de prestigio» (Mt 13,57). Ni que decir tiene que esta lamentación no
“salpica” a María Santísima, porque desde el primero hasta el último momento
—cuando ella se encontraba al pie de la Cruz— se mantuvo sólidamente firme en
la fe y confianza hacia su Hijo.
Ahora bien, ¿y nosotros? ¡Hagamos examen! ¿Cuántas personas que viven a nuestro lado, que las tenemos a nuestro alcance, son luz para nuestras vidas, y nosotros...? No nos es necesario ir muy lejos: pensemos en el Papa San Juan Pablo II: ¿cuánta gente le siguió, y... al mismo tiempo, cuántos le interpretaban como un “tozudo-anticuado”, celoso de su “poder”? ¿Es posible que Jesús —dos mil años después— todavía siga en la Cruz por nuestra salvación, y que nosotros, desde abajo, continuemos diciéndole «baja y creeremos en ti» (cf. Mc 15,32)?
O a la inversa. Si nos esforzamos por configurarnos con Cristo, nuestra presencia no resultará neutra para quienes interaccionan con nosotros por motivos de parentesco, trabajo, etc. Es más, a algunos les resultará molesta, porque les seremos un reclamo de conciencia. ¡Bien garantizado lo tenemos!: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Mediante sus burlas esconderán su miedo; mediante sus descalificaciones harán una mala defensa de su “poltronería”.
¿Cuántas veces nos tachan a los católicos de ser “exagerados”? Les hemos de responder que no lo somos, porque en cuestiones de amor es imposible exagerar. Pero sí que es verdad que somos “radicales”, porque el amor es así de “totalizante”: «o todo, o nada»; «o el amor mata al yo, o el yo mata al amor».
Ahora bien, ¿y nosotros? ¡Hagamos examen! ¿Cuántas personas que viven a nuestro lado, que las tenemos a nuestro alcance, son luz para nuestras vidas, y nosotros...? No nos es necesario ir muy lejos: pensemos en el Papa San Juan Pablo II: ¿cuánta gente le siguió, y... al mismo tiempo, cuántos le interpretaban como un “tozudo-anticuado”, celoso de su “poder”? ¿Es posible que Jesús —dos mil años después— todavía siga en la Cruz por nuestra salvación, y que nosotros, desde abajo, continuemos diciéndole «baja y creeremos en ti» (cf. Mc 15,32)?
O a la inversa. Si nos esforzamos por configurarnos con Cristo, nuestra presencia no resultará neutra para quienes interaccionan con nosotros por motivos de parentesco, trabajo, etc. Es más, a algunos les resultará molesta, porque les seremos un reclamo de conciencia. ¡Bien garantizado lo tenemos!: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Mediante sus burlas esconderán su miedo; mediante sus descalificaciones harán una mala defensa de su “poltronería”.
¿Cuántas veces nos tachan a los católicos de ser “exagerados”? Les hemos de responder que no lo somos, porque en cuestiones de amor es imposible exagerar. Pero sí que es verdad que somos “radicales”, porque el amor es así de “totalizante”: «o todo, o nada»; «o el amor mata al yo, o el yo mata al amor».
Es por esto que san Juan Pablo II nos habló de “radicalismo evangélico” y de
“no tener miedo”: «En la causa del Reino no hay tiempo para mirar atrás, y
menos para dejarse llevar por la pereza».
viernes, 19 de enero de 2018
«Jesús subió al monte y llamó a los que Él quiso»
Texto del Evangelio (Mc 3,13-19): En
aquel tiempo, Jesús subió al monte y llamó a los que Él quiso; y vinieron donde
Él. Instituyó Doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con
poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre
de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes
puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe,
Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas
Iscariote, el mismo que le entregó.
«Jesús subió al monte y llamó a
los que Él quiso»
Hoy, el Evangelio condensa la teología de la
vocación cristiana: el Señor elige a los que quiere para estar con Él y
enviarlos a ser apóstoles (cf. Mc 3,13-14). En primer lugar, los elige: antes
de la creación del mundo, nos ha destinado a ser santos (cf. Ef 1,4). Nos ama
en Cristo, y en Él nos modela dándonos las cualidades para ser hijos suyos.
Sólo en vistas a la vocación se entienden nuestras cualidades; la vocación es
el “papel” que nos ha dado en la redención. Es en el descubrimiento del íntimo
“por qué” de mi existencia cuando me siento plenamente “yo”, cuando vivo mi
vocación.
¿Y para qué nos ha llamado? Para estar con Él. Esta llamada implica correspondencia: «Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El» (San Josemaría).
Es don, pero también tarea: santidad mediante la oración y los sacramentos, y, además, la lucha personal. «Todos los fieles de cualquier estado y condición de vida está
Así, podemos sentir la misión apostólica: llevar a Cristo a los demás; tenerlo y llevarlo. Hoy podemos considerar más atentamente la llamada, y afinar en algún detalle de nuestra respuesta de amor.n llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aún en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir» (Concilio Vaticano II).
¿Y para qué nos ha llamado? Para estar con Él. Esta llamada implica correspondencia: «Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El» (San Josemaría).
Es don, pero también tarea: santidad mediante la oración y los sacramentos, y, además, la lucha personal. «Todos los fieles de cualquier estado y condición de vida está
Así, podemos sentir la misión apostólica: llevar a Cristo a los demás; tenerlo y llevarlo. Hoy podemos considerar más atentamente la llamada, y afinar en algún detalle de nuestra respuesta de amor.n llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aún en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir» (Concilio Vaticano II).
PADRE BENDICENOS
jueves, 18 de enero de 2018
«Le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón»
Texto del Evangelio (Mc 3,7-12): En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus
discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También
de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores
de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a Él.
Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una
pequeña barca, para que no le aplastaran. Pues curó a muchos, de suerte que
cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus
inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: «Tú eres el Hijo de
Dios». Pero Él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.
«Le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También
de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores
de Tiro y Sidón»
Hoy, todavía reciente el bautismo de Juan en las
aguas del río Jordán, deberíamos recordar el talante de conversión de nuestro
propio bautismo. Todos fuimos bautizados en un solo Señor, una sola fe, «en un
solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13). He aquí el ideal de
unidad: formar un solo cuerpo, ser en Cristo una sola cosa, para que el mundo
crea.
En el Evangelio de hoy vemos cómo «una gran muchedumbre de Galilea» y también otra mucha gente procedente de otros lugares (cf. Mc 3,7-8) se acercan al Señor. Y Él acoge y procura el bien para todos, sin excepción. Esto lo hemos de tener muy presente durante el octavario de oración para la unidad de los cristianos.
Démonos cuenta de cómo, a lo largo de los siglos, los cristianos nos hemos dividido en católicos, ortodoxos, anglicanos, luteranos, y un largo etcétera de confesiones cristianas. Pecado histórico contra una de las notas esenciales de la Iglesia: la unidad.
Pero aterricemos en nuestra realidad eclesial de hoy. La de nuestro obispado, la de nuestra parroquia. La de nuestro grupo cristiano. ¿Somos realmente una sola cosa? ¿Realmente nuestra relación de unidad es motivo de conversión para los alejados de la Iglesia? «Que todos sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17,21), ruega Jesús al Padre. Éste es el reto. Que los paganos vean cómo se relaciona un grupo de creyentes, que congregados por el Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo tienen un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32-34).
Recordemos que, como fruto de la Eucaristía —a la vez que la unión de cada uno con Jesús— se ha de manifestar la unidad de la Asamblea, ya que nos alimentamos del mismo Pan para ser un solo cuerpo. Por tanto, lo que los sacramentos significan, y la gracia que contienen, exigen de nosotros gestos de comunión hacia los otros. Nuestra conversión es a la unidad trinitaria (lo cual es un don que viene de lo alto) y nuestra tarea santificadora no puede obviar los gestos de comunión, de comprensión, de acogida y de perdón hacia los demás.
En el Evangelio de hoy vemos cómo «una gran muchedumbre de Galilea» y también otra mucha gente procedente de otros lugares (cf. Mc 3,7-8) se acercan al Señor. Y Él acoge y procura el bien para todos, sin excepción. Esto lo hemos de tener muy presente durante el octavario de oración para la unidad de los cristianos.
Démonos cuenta de cómo, a lo largo de los siglos, los cristianos nos hemos dividido en católicos, ortodoxos, anglicanos, luteranos, y un largo etcétera de confesiones cristianas. Pecado histórico contra una de las notas esenciales de la Iglesia: la unidad.
Pero aterricemos en nuestra realidad eclesial de hoy. La de nuestro obispado, la de nuestra parroquia. La de nuestro grupo cristiano. ¿Somos realmente una sola cosa? ¿Realmente nuestra relación de unidad es motivo de conversión para los alejados de la Iglesia? «Que todos sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17,21), ruega Jesús al Padre. Éste es el reto. Que los paganos vean cómo se relaciona un grupo de creyentes, que congregados por el Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo tienen un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32-34).
Recordemos que, como fruto de la Eucaristía —a la vez que la unión de cada uno con Jesús— se ha de manifestar la unidad de la Asamblea, ya que nos alimentamos del mismo Pan para ser un solo cuerpo. Por tanto, lo que los sacramentos significan, y la gracia que contienen, exigen de nosotros gestos de comunión hacia los otros. Nuestra conversión es a la unidad trinitaria (lo cual es un don que viene de lo alto) y nuestra tarea santificadora no puede obviar los gestos de comunión, de comprensión, de acogida y de perdón hacia los demás.
PADRE BENDICENOS
miércoles, 17 de enero de 2018
«¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?»
Texto del Evangelio (Mc 3,1-6): En aquel tiempo, entró Jesús de nuevo en la
sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al
acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que
tenía la mano seca: «Levántate ahí en medio». Y les dice: «¿Es lícito en sábado
hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Pero
ellos callaban. Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su
corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». Él la extendió y quedó
restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los
herodianos contra Él para ver cómo eliminarle.
«¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal,
salvar una vida en vez de destruirla?»
Hoy, Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en
todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor
a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que
nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he
amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo
cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es
la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos,
una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo.
PADRE BENDICENOS
martes, 16 de enero de 2018
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