»Vosotros investigáis las escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida. La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios.
»Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis. ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quién habéis puesto vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?».
Hoy,
el Evangelio nos enseña cómo Jesús hace frente a la siguiente objeción: según se
lee en Dt 19,15, para que un testimonio tenga valor es necesario que proceda de
dos o tres testigos. Jesús alega a favor suyo el testimonio de Juan el Bautista,
el testimonio del Padre —que se manifiesta en los milagros obrados por Él— y,
finalmente, el testimonio de las Escrituras.
Jesucristo echa en cara a los que le escuchan tres impedimentos que tienen para reconocerle como al Mesías Hijo de Dios: la falta de amor a Dios; la ausencia de rectitud de intención —buscan sólo la gloria humana— y que interpretan las Escrituras interesadamente.
El Santo Padre Juan Pablo II nos escribía: «A la contemplación del rostro de Cristo tan sólo se llega escuchando en el Espíritu la voz del Padre, ya que nadie conoce al Hijo fuera del Padre (cf. Mt 11,27). Así, pues, se necesita la revelación del Altísimo. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse en actitud de escuchar».
Por esto, hay que tener en cuenta que, para confesar a Jesucristo como verdadero Hijo de Dios, no es suficiente con las pruebas externas que se nos proponen; es muy importante la rectitud en la voluntad, es decir, las buenas disposiciones.
En este tiempo de Cuaresma, intensificando las obras de penitencia que facilitan la renovación interior, mejoraremos nuestras disposiciones para contemplar el verdadero rostro de Cristo. Por esto, san Josemaría nos dice: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios...—Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!».
Jesucristo echa en cara a los que le escuchan tres impedimentos que tienen para reconocerle como al Mesías Hijo de Dios: la falta de amor a Dios; la ausencia de rectitud de intención —buscan sólo la gloria humana— y que interpretan las Escrituras interesadamente.
El Santo Padre Juan Pablo II nos escribía: «A la contemplación del rostro de Cristo tan sólo se llega escuchando en el Espíritu la voz del Padre, ya que nadie conoce al Hijo fuera del Padre (cf. Mt 11,27). Así, pues, se necesita la revelación del Altísimo. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse en actitud de escuchar».
Por esto, hay que tener en cuenta que, para confesar a Jesucristo como verdadero Hijo de Dios, no es suficiente con las pruebas externas que se nos proponen; es muy importante la rectitud en la voluntad, es decir, las buenas disposiciones.
En este tiempo de Cuaresma, intensificando las obras de penitencia que facilitan la renovación interior, mejoraremos nuestras disposiciones para contemplar el verdadero rostro de Cristo. Por esto, san Josemaría nos dice: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios...—Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!».
PADRE
BENDICE
A NUESTRA PATRIA
En este tiempo de Cuaresma, intensificando las obras de penitencia que facilitan la renovación interior, mejoraremos nuestras disposiciones para contemplar el verdadero rostro de Cristo. Por esto, san Josemaría nos dice: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios...—Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!».
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