domingo, 31 de diciembre de 2017
¡Feliz año Nuevo!”
“En el nombre del
Padre…”
“Señor, Dios, dueño del tiempo y
de la eternidad, tuyo es el hoy y el mañana, el pasado y el futuro. Al terminar
este año queremos darte gracias por todo aquello que recibimos de ti.
Gracias por la vida y el amor,
por las flores, el aire y el sol, por la alegría y el dolor, por cuanto fue
posible y por lo que no pudo ser. Te ofrecemos cuanto hicimos en este año, el
trabajo que pudimos realizar, las cosas que pasaron por nuestras manos y lo que
con ellas pudimos construir.
Te presentamos a las personas que
a lo largo de estos meses quisimos, las amistades nuevas y los antiguos que
conocimos, los más cercanos a nosotros y los que estén más lejos, los que nos
dieron su mano y aquellos a los que pudimos ayudar, con los que compartimos la
vida, el trabajo, el dolor y la alegría.
Pero también, Señor, hoy queremos
pedirte perdón, perdón por el tiempo perdido, por el dinero mal gastado, por la
palabra inútil y el amor desperdiciado.
Perdón por las obras vacías y por
el trabajo mal hecho, y perdón por vivir sin entusiasmo. También por la oración
que poco a poco se fue aplazando y que hasta ahora vengo a presentarte. Por
todos los olvidos, descuidos y silencios, nuevamente te pido perdón.
A pocos minutos de iniciar un
nuevo año, detengo mi vida ante el nuevo calendario aún sin estrenar y te
presento estos días que sólo tú sabes si llegaré a vivirlos.
Hoy te pido para mí y los míos la
paz y la alegría, la fuerza y la prudencia, la claridad y la sabiduría. Quiero
vivir cada día con optimismo y bondad llevando a todas partes un corazón lleno
de comprensión y paz.
Cierra tú mis oídos a toda
falsedad y mis labios a palabras mentirosas, egoístas, mordaces o hirientes.
Abre en cambio mi ser a todo lo que es bueno, que mi espíritu se llene sólo de
bendiciones y las derrame a mi paso. Amén.” ¡Feliz año Nuevo!”
PADRE BENDICENOS
«Llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor»
Texto del Evangelio (Lc 2,22-40): Cuando se cumplieron los días de la
purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén
para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón
primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de
tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.
Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.
«Llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al
Señor»
Hoy, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia.
Nuestra mirada se desplaza del centro del belén —Jesús— para contemplar cerca
de Él a María y José. El Hijo eterno del Padre pasa de la familia eterna, que
es la Santísima Trinidad, a la familia terrenal formada por María y José. ¡Qué
importante ha de ser la familia a los ojos de Dios cuando lo primero que
procura para su Hijo es una familia!
San Juan Pablo II, en su Carta apostólica El Rosario de la Virgen María, ha vuelto a destacar la importancia capital que tiene la familia como fundamento de la Iglesia y de la sociedad humana, y nos ha pedido que recemos por la familia y que recemos en familia con el Santo Rosario para revitalizar esta institución. Si la familia va bien, la sociedad y la Iglesia irán bien.
El Evangelio nos dice que el Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría. Jesús encontró el calor de una familia que se iba construyendo a través de sus recíprocas relaciones de amor. ¡Qué bonito y provechoso sería si nos esforzáramos más y más en construir nuestra familia!: con espíritu de servicio y de oración, con amor mutuo, con una gran capacidad de comprender y de perdonar. ¡Gustaríamos —como en el hogar de Nazaret— el cielo y la tierra! Construir la familia es hoy una de las tareas más urgentes. Los padres, como recordaba el Concilio Vaticano II, juegan ahí un papel insubstituible: «Es deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, y que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos». En la familia se aprende lo más importante: a ser personas.
Finalmente, hablar de familia para los cristianos es hablar de la Iglesia. El evangelista san Lucas nos dice que los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. Aquella ofrenda era figura de la ofrenda sacrificial de Jesús al Padre, fruto de la cual hemos nacido los cristianos. Considerar esta gozosa realidad nos abrirá a una mayor fraternidad y nos llevará a amar más a la Iglesia.
San Juan Pablo II, en su Carta apostólica El Rosario de la Virgen María, ha vuelto a destacar la importancia capital que tiene la familia como fundamento de la Iglesia y de la sociedad humana, y nos ha pedido que recemos por la familia y que recemos en familia con el Santo Rosario para revitalizar esta institución. Si la familia va bien, la sociedad y la Iglesia irán bien.
El Evangelio nos dice que el Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría. Jesús encontró el calor de una familia que se iba construyendo a través de sus recíprocas relaciones de amor. ¡Qué bonito y provechoso sería si nos esforzáramos más y más en construir nuestra familia!: con espíritu de servicio y de oración, con amor mutuo, con una gran capacidad de comprender y de perdonar. ¡Gustaríamos —como en el hogar de Nazaret— el cielo y la tierra! Construir la familia es hoy una de las tareas más urgentes. Los padres, como recordaba el Concilio Vaticano II, juegan ahí un papel insubstituible: «Es deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, y que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos». En la familia se aprende lo más importante: a ser personas.
Finalmente, hablar de familia para los cristianos es hablar de la Iglesia. El evangelista san Lucas nos dice que los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. Aquella ofrenda era figura de la ofrenda sacrificial de Jesús al Padre, fruto de la cual hemos nacido los cristianos. Considerar esta gozosa realidad nos abrirá a una mayor fraternidad y nos llevará a amar más a la Iglesia.
PADRE BENDICENOS
sábado, 30 de diciembre de 2017
«Alababa a Dios y hablaba del Niño a todos»
Texto del Evangelio (Lc 2,36-40): Había
también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad
avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y
permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo,
sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en
aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban
la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.
«Alababa a Dios y hablaba del
Niño a todos»
Hoy, José y María acaban de celebrar
el rito de la presentación del primogénito, Jesús, en el Templo de Jerusalén.
María y José no se ahorran nada para cumplir con detalle todo lo que la Ley
prescribe, porque cumplir aquello que Dios quiere es signo de fidelidad, de
amor a Dios.
Desde que su hijo —e Hijo de Dios— ha nacido, José y María experimentan maravilla tras maravilla: los pastores, los magos de Oriente, ángeles... No solamente acontecimientos extraordinarios exteriores, sino también interiores, en el corazón de las personas que tienen algún contacto con este Niño.
Hoy aparece Ana, una señora mayor, viuda, que en un momento determinado tomó la decisión de dedicar toda su vida al Señor, con ayunos y oración. No nos equivocamos si decimos que esta mujer era una de las “vírgenes prudentes” de la parábola del Señor (cf. Mt 25,1-13): siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que es la voluntad de Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la encuentra a punto. Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo recompensa con creces. —¡Preguntadle, preguntadle a Ana si ha valido la pena tanta oración y tanto ayuno, tanta generosidad!
Dice el texto que «alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). La alegría se transforma en apostolado decidido: ella es el motivo y la raíz. El Señor es inmensamente generoso con los que son generosos con Él.
Jesús, Dios Encarnado, vive la vida de familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar, aprender, rezar, jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y se fortalecen casi sin darse cuenta la almas de los hombres de Dios! ¡Cuán importantes son las cosas pequeñas de cada día!
Desde que su hijo —e Hijo de Dios— ha nacido, José y María experimentan maravilla tras maravilla: los pastores, los magos de Oriente, ángeles... No solamente acontecimientos extraordinarios exteriores, sino también interiores, en el corazón de las personas que tienen algún contacto con este Niño.
Hoy aparece Ana, una señora mayor, viuda, que en un momento determinado tomó la decisión de dedicar toda su vida al Señor, con ayunos y oración. No nos equivocamos si decimos que esta mujer era una de las “vírgenes prudentes” de la parábola del Señor (cf. Mt 25,1-13): siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que es la voluntad de Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la encuentra a punto. Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo recompensa con creces. —¡Preguntadle, preguntadle a Ana si ha valido la pena tanta oración y tanto ayuno, tanta generosidad!
Dice el texto que «alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). La alegría se transforma en apostolado decidido: ella es el motivo y la raíz. El Señor es inmensamente generoso con los que son generosos con Él.
Jesús, Dios Encarnado, vive la vida de familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar, aprender, rezar, jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y se fortalecen casi sin darse cuenta la almas de los hombres de Dios! ¡Cuán importantes son las cosas pequeñas de cada día!
PADRE BENDICENOS
viernes, 29 de diciembre de 2017
«Ahora, Señor, puedes (...) dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación»
Texto del Evangelio (Lc 2,22-35): Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de
Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está
escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y
para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que
se dice en la Ley del Señor.
Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
«Ahora, Señor, puedes (...) dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han
visto mis ojos tu salvación»
Hoy, 29 de diciembre, festejamos al santo Rey David.
Pero es a toda la familia de David que la Iglesia quiere honrar, y sobre todo
al más ilustre de todos ellos: ¡a Jesús, el Hijo de Dios, Hijo de David! Hoy,
en ese eterno “hoy” del Hijo de Dios, la Antigua Alianza del tiempo del Rey
David se realiza y se cumple en toda su plenitud. Pues, como relata el
Evangelio de hoy, el Niño Jesús es presentado al Templo por sus padres para
cumplir con la antigua Ley: «Cuando se cumplieron los días de la purificación
según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor,
como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado
al Señor» (Lc 2,22-23).
Hoy, se eclipsa la vieja profecía para dejar paso a la nueva: Aquel, a quien el Rey David había anunciado al entonar sus salmos mesiánicos, ¡ha entrado por fin en el Templo de Dios! Hoy es el gran día en que aquel que San Lucas llama Simeón pronto abandonará este mundo de oscuridad para entrar en la visión de la Luz eterna: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32).
También nosotros, que somos el Santuario de Dios en el que su Espíritu habita (cf. 1Cor 3,16), debemos estar atentos a recibir a Jesús en nuestro interior. Si hoy tenemos la dicha de comulgar, pidamos a María, la Madre de Dios, que interceda por nosotros ante su Hijo: que muera el hombre viejo y que el nuevo hombre (cf. Col 3,10) nazca en todo nuestro ser, a fin de convertirnos en los nuevos profetas, los que anuncien al mundo entero la presencia de Dios tres veces santo, ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo
Como Simeón, seamos profetas por la muerte del “hombre viejo”! Tal como dijo el
Papa San Juan Pablo II, «la plenitud del Espíritu de Dios viene acompañada (…)
antes que nada por la disponibilidad interior que proviene de la fe. De ello,
el anciano Simeón, ‘hombre justo y piadoso’, tuvo la intuición en el momento de
la presentación de Jesús en el Templo
Hoy, se eclipsa la vieja profecía para dejar paso a la nueva: Aquel, a quien el Rey David había anunciado al entonar sus salmos mesiánicos, ¡ha entrado por fin en el Templo de Dios! Hoy es el gran día en que aquel que San Lucas llama Simeón pronto abandonará este mundo de oscuridad para entrar en la visión de la Luz eterna: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32).
También nosotros, que somos el Santuario de Dios en el que su Espíritu habita (cf. 1Cor 3,16), debemos estar atentos a recibir a Jesús en nuestro interior. Si hoy tenemos la dicha de comulgar, pidamos a María, la Madre de Dios, que interceda por nosotros ante su Hijo: que muera el hombre viejo y que el nuevo hombre (cf. Col 3,10) nazca en todo nuestro ser, a fin de convertirnos en los nuevos profetas, los que anuncien al mundo entero la presencia de Dios tres veces santo, ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo
PADRE BENDICENOS
jueves, 28 de diciembre de 2017
«Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto» Hoy celebramos la fiesta de los Santo
Texto del Evangelio (Mt 2,13-18): Después que los magos se retiraron, el Ángel
del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al
Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque
Herodes va a buscar al Niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al Niño
y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes;
para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto
llamé a mi hijo».
Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen».
«Se levantó, tomó de noche al Niño y
a su madre, y se retiró a Egipto»
Hoy celebramos la fiesta de los Santos Inocentes,
mártires. Metidos en las celebraciones de Navidad, no podemos ignorar el
mensaje que la liturgia nos quiere transmitir para definir, todavía más, la
Buena Nueva del nacimiento de Jesús, con dos acentos bien claros. En primer
lugar, la predisposición de san José en el designio salvador de Dios, aceptando
su voluntad. Y, a la vez, el mal, la injusticia que frecuentemente encontramos
en nuestra vida, concretado en este caso en la muerte martirial de los niños
Inocentes. Todo ello nos pide una actitud y una respuesta personal y social.
San José nos ofrece un testimonio bien claro de respuesta decidida ante la llamada de Dios. En él nos sentimos identificados cuando hemos de tomar decisiones en los momentos difíciles de nuestra vida y desde nuestra fe: «Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto» (Mt 2,14).
Nuestra fe en Dios implica a nuestra vida. Hace que nos levantemos, es decir, nos hace estar atentos a las cosas que pasan a nuestro alrededor, porque —frecuentemente— es el lugar donde Dios habla. Nos hace tomar al Niño con su madre, es decir, Dios se nos hace cercano, compañero de camino, reforzando nuestra fe, esperanza y caridad. Y nos hace salir de noche hacia Egipto, es decir, nos invita a no tener miedo ante nuestra propia vida, que con frecuencia se llena de noches difíciles de iluminar.
Estos niños mártires, hoy, también tienen nombres concretos en niños, jóvenes, parejas, personas mayores, inmigrantes, enfermos... que piden la respuesta de nuestra caridad. Así nos lo dice San Juan Pablo II: «En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan a la sensibilidad cristiana. Es la hora de una nueva imaginación de la caridad, que se despliegue no sólo en la eficacia de las ayudas prestadas, sino también en la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre».
Que la luz nueva, clara y fuerte de Dios hecho Niño llene nuestras vidas y consolide nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.
San José nos ofrece un testimonio bien claro de respuesta decidida ante la llamada de Dios. En él nos sentimos identificados cuando hemos de tomar decisiones en los momentos difíciles de nuestra vida y desde nuestra fe: «Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto» (Mt 2,14).
Nuestra fe en Dios implica a nuestra vida. Hace que nos levantemos, es decir, nos hace estar atentos a las cosas que pasan a nuestro alrededor, porque —frecuentemente— es el lugar donde Dios habla. Nos hace tomar al Niño con su madre, es decir, Dios se nos hace cercano, compañero de camino, reforzando nuestra fe, esperanza y caridad. Y nos hace salir de noche hacia Egipto, es decir, nos invita a no tener miedo ante nuestra propia vida, que con frecuencia se llena de noches difíciles de iluminar.
Estos niños mártires, hoy, también tienen nombres concretos en niños, jóvenes, parejas, personas mayores, inmigrantes, enfermos... que piden la respuesta de nuestra caridad. Así nos lo dice San Juan Pablo II: «En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan a la sensibilidad cristiana. Es la hora de una nueva imaginación de la caridad, que se despliegue no sólo en la eficacia de las ayudas prestadas, sino también en la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre».
Que la luz nueva, clara y fuerte de Dios hecho Niño llene nuestras vidas y consolide nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
«Vio y creyó»
Texto del Evangelio (Jn 20,2-8): El primer día de la semana, María Magdalena
fue corriendo a Simón Pedro y a donde estaba el otro discípulo a quien Jesús
quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le
han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido
que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el
suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro
y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las
vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro
discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.
«Vio y creyó»
«Vio y creyó»
Hoy, la liturgia celebra la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista. Al siguiente día de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta del primer mártir de la fe cristiana, san Esteban. Y el día después, la fiesta de san Juan, aquel que mejor y más profundamente penetra en el misterio del Verbo encarnado, el primer “teólogo” y modelo de todo verdadero teólogo. El pasaje de su Evangelio que hoy se propone nos ayuda a contemplar la Navidad desde la perspectiva de la Resurrección del Señor. En efecto, Juan, llegado al sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8). Confiados en el testimonio de los Apóstoles, nosotros nos vemos movidos en cada Navidad a “ver” y “creer”.
Podemos revivir estos mismos “ver” y “creer” a propósito del nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado. Juan, movido por la intuición de su corazón —y, deberíamos añadir, por la “gracia”— “ve” más allá de lo que sus ojos en aquel momento pueden llegar a contemplar. En realidad, si él cree, lo hace sin “haber visto” todavía a Cristo, con lo cual ya hay ahí implícita la alabanza para aquellos que «creerán sin haber visto» (Jn 20,29), con la que culmina el vigésimo capítulo de su Evangelio.
Pedro y Juan “corren” juntos hacia el sepulcro, pero el texto nos dice que Juan «corrió más aprisa que Pedro, y llegó antes al sepulcro» (Jn 20,4). Parece como si a Juan le mueve más el deseo de estar de nuevo al lado de Aquel a quien amaba —Cristo— que no simplemente estar físicamente al lado de Pedro, ante el cual, sin embargo —con el gesto de esperarlo y de que sea él quien entre primero en el sepulcro— muestra que es Pedro quien tiene la primacía en el Colegio Apostólico. Con todo, el corazón ardiente, lleno de celo, rebosante de amor de Juan, es lo que le lleva a “correr” y a “avanzarse”, en una clara invitación a que nosotros vivamos igualmente nuestra fe con este deseo tan ardiente de encontrar al Resucitado.
PADRE BENDICENOS
martes, 26 de diciembre de 2017
La Navidad no es un carnaval
La Navidad no es un carnaval o
una celebración hueca, sino la revelación de la grandeza de Dios, por tanto, no
dejemos que el mundo secularizado nos desvíe del sentido más profundo de esta
fiesta.
“la Navidad es la revelación de la grandeza de
Dios, de su misericordia, su amor y su voluntad, que es la salvación del mundo
entero, de toda la humanidad”.
Sin embargo, “este mundo
secularizado” rechaza a Dios y “lo quiere sacar de la vida humana”.
“Quiere prescindir de Dios en la
vida económica, en la política, en la vida familiar y conyugal”, promoviendo
“la anticultura de la muerte con el aborto y la eutanasia”.
“la Navidad proclama la existencia de un Dios
amoroso, el Dios de la vida, el Dios de la felicidad, que santifica la familia,
que exalta la vida de los más humildes y pobres, como el niño de Belén”.
Por ello, “nosotros, los
católicos, y especialmente los seminaristas, los religiosos y las religiosas,
los ministros el altar, hemos de meditar en este aspecto religioso, de
revelación de Dios, de lo sobrenatural, de lo divino, para tener el entusiasmo
y la fuerza de comunicar esa realidad a nuestros hermanos”.
“No nos dejemos desviar del
sentido más profundo de la Navidad: es la manifestación de Dios, es el inicio
de la revelación de Jesús, la luz del mundo, el Salvador”.
“No se trata de un carnaval, no
es una celebración hueca y sin sentido. Se trata de conmemorar y luego
festejar, en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras comunidades,
en la Iglesia extendida por todo el universo, la inmensidad del amor de Dios,
que tanto ha amado a la humanidad que nos ha enviado a su Hijo único, para que
todos los que creamos en El tengamos vida eterna”, insistió.
“¿de qué nos salva el Hijo eterno
e Dios hecho hombre?”.
“Nos salva de la fuerza terrible
del pecado y del demonio, nos salva de la maldad, de la confusión, de la
tristeza y oscuridad de la falta de fe, del horror del odio y de la crueldad,
del envilecimiento de la humanidad en la idolatría del dinero, del horror de la
guerra, de la destrucción de la juventud por la droga, de la impiedad y de
la indiferencia religiosa, de las pasiones desenfrenadas, de la lujuria,
en fin de todo lo que conduce al dolor, a la muerte, y a la destrucción
de la humanidad”.
“por esa razones, porque nos ha nacido el
Salvador, porque nosotros, los que aquí estamos, junto con los más de mil
trescientos millones de católicos en el mundo, sabemos que Dios está con
nosotros y nos ama para salvarnos del horror del mal y para llenarnos de
vida y felicidad por toda la eternidad, ¡demos gracias a Dios! ¡Gracias, Señor,
gracias!”.
PADRE BENDICENOS
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