Atreverse a exponer notas comunes a procesos particularizados y diferentes desarrollados por un tipo de personalidad tan peculiar como la de nuestras místicas capaces de establecer relaciones inmediatas con lo Absoluto, no deja de tener algo de atrevido. Sin embargo, vamos a enumerar algunas notas propias de la mística femenina que, a nuestro juicio, pueden resultar significativas.
1.- La originalidad de la experiencia personal
Nuestras místicas son mujeres. Mujeres en un mundo en el que el poder y el saber eran masculinos. Dios era masculino y los intérpretes oficiales de su Palabra también eran hombres. Pero es que además, la escolástica desarrollará para el saber religioso una noción de autoría que reafirmará aún más este reconocimiento de la autoridad masculina en el campo de lo religioso. Solo en los autores antiguos (los Padres) residía la autoridad.
Los/las productores de textos contemporáneos eran meros comentadores que avanzaban el conocimiento en dialogo con los antiguos autores. Es decir, se utiliza la autoridad de los antiguos autores (masculinos) para dotar a los textos nuevos de autoridad. Se avanza en el conocimiento, pero siempre dentro de ese marco referencial en el que la autoridad está en el antiguo autor.
Esto supone que para las mujeres se refuerza por doquier la tutela masculina: la de los obispos, la de los abades, la de los directores, la de los confesores. Tiene prohibido ahora acceder a traducir y a comentar la Escritura porque no entra en el cuadro del conocimiento referencial (son “iletradas”)[1]. Y si no puede entrar en el marco referencial del saber, ¿restará también en el dominio religioso siendo una criatura de Dios de segunda categoría?
Y sin embargo, nuestras místicas son conscientes de estar en el origen de una experiencia de relación personal que se les impone, de tener algo que decir, de ser “autoras”. Y es precisamente desde esta originalidad (de saberse en el origen) de la experiencia que se les impone, no pueden dejar de dar testimonio con el que avalar la veracidad de sus afirmaciones extáticas sobre Dios.
Sus escritos o los relatos biográficos (en el caso de las Vidas) se fundamentan en el recurso a su propia experiencia como sujetos individuales para justificar sus afirmaciones. En sus senderos místicos ser y decirse se retro-envuelven[2]. Consecuentemente, en su experiencia personal no solo reside su autoría, sino que también su autoridad.
Por eso, aún siendo lectoras asiduas de la Biblia y conociendo, en muchos casos, los escritos de los espirituales antiguos y contemporáneos raras vez los citan en sus escritos[3]. Sus escritos no se afirman en los antiguos autores, sino en su propia experiencia. Incluso en sus afirmaciones más atrevidas sobre los grados de unión con la divinidad que habrían alcanzado en esta vida. Son recorridos introspectivos e íntimos que deshacen tópicos, abren nuevos horizontes y conducen a nuevas tomas de conciencia.
La experiencia, y el lenguaje que la apodera, es percibida como envolvente trama con el Absoluto, como único espacio capaz de consignar los fragmentos luminosos de lo Indecible. Sorprendidas por la irrupción del Absoluto que siempre tiene la iniciativa, las místicas toman conciencia de ser “una subjetividad habitada” (según el modelo neoplatónico), de “padecer” a un Dios que se aplica a la larga paciencia de una relación.
Es como si vivieran su experiencia en primera persona; pero comprendiendo que procede de Otro que se brinda a la relación y que apremia a la espera de “algo” que se presenta a la conciencia de otro modo. . “Es necesario que me anuncie, si verdaderamente quiero mostrar la bondad de Dios”[4].
La experiencia mística se convierte así en la experiencia de la realidad del amor como acto de entrega; como un acto de conocimiento en la que el alma se conoce porque es conocida, ama porque es amada, y obligada, por la entrega de Dios. Retornando, en fin, al origen de su donación para situarse dinámicamente dentro del flujo vital del amor que fluye entre las personas de la Trinidad.
Y sin embargo, lo que más impresiona en el caso de la experiencia mística femenina, es que la acción divina no se desdeña en manifestarse a través del lenguaje humilde del cuerpo sexuado de la mujer[5]. ¡Al contrario! Lo considera trámite adecuado de sentido de finitud, marginalidad, humildad, pobreza creatural y, paradójicamente y por lo mismo, como premisa para ir al encuentro de su plenitud, de una búsqueda de totalidad, de apertura potencial al Absoluto.
El cuerpo femenino se hace carne de lo invisible y templo del Espíritu[6]. Un cuerpo unido indisolublemente al espíritu por el que Dios se revela en el lenguaje misterioso de la iluminación y del éxtasis y que abre a la mente horizontes impensables de conocimiento de la verdad: … no sé nada ni puedo escribir: sino solamente lo que he contemplado con los ojos del entendimiento, ha resonado en los oídos de mi corazón y he sentido por todos los miembros de mi cuerpo la fuerza del Espíritu Santo[7]
2.- El despertar de lo real
Sostiene Evelyn Underhill que la vía mística comienza propiamente con el despertar del Yo a la conciencia de la Realidad Divina. Experiencia habitualmente abrupta y bien señalada que va acompañada de intensos sentimientos de alegría y exaltación[8]. Es como si el sujeto emergiese de una existencia limitada y aparencial a un mundo superior, el mundo del ser, el mundo de lo real. Como si un Uno más grande agarrase su vida. Como si descubriesen que su existencia reposara en un ens fundamental que le hace posible y real[9].
El cristianismo ha llamado a esta experiencia “conversión”; que en caso de la conversión mística es un acontecimiento de particular de iluminación nítidamente distinto de los anteriores y que, además, no es ni preparado ni propiciado por ellos. Suele llevar implícita una súbita y aguda percepción de una realidad luminosa y seductora jamás antes percibida así.
La conciencia cambia de súbito su percepción de lo ocurrente y un nuevo aspecto de lo real se precipita en ella. Es un acontecimiento de “ruptura de plano”, por el que Dios toca lo más nuclear del místico absorbiendo con su amor su corazón. Se produce un registro inmediato y directo, por contacto amoroso, con la realidad de Dios, que se hace sello cordial y claridad de conciencia que visibiliza de novedad todo lo vivido y conocido. Que estaba ahí y que ahora es conocido sin mediaciones en su misteriosa totalidad e unidad. Dios fundamentando totalmente la realidad en amor y gracia[10].
En el caso de las místicas medievales este acontecimiento está nítidamente consignado en la narración de sus itinerarios. En casi todas encontramos enfatizado su momento cronológico: En el año del Señor mil doscientos ochenta y seis, un domingo en la septuagésima, yo Perla, sierva de Cristo, estaba en la Iglesia, en misa…(Margarita de Oignt)[11]; Cuando siendo de 26 años de edad, en aquel lunes, para mi felicísimo, antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, después de completas…(Gertrudis)[12]; Cuando tenía solo 12 años fui saludada tan copiosamente por los dulces labios del Espíritu Santo… (Matilde de Magdeburgo)[13]; Y cuando tenía treinta años y medio de edad, Dios me envió una enfermedad… y en esto de repente, vi correr bajo la corona la sangre roja… y comprendí que era él Dios y hombre, quien sufría por mí, que era el quien me lo mostraba sin intermediarios… (Juliana de Norwich)[14]; Y Ángela de Foligno fecha su conversión en el viaje de Roma a Asís, después de la segunda venida a la basílica, ante una imagen de Cristo: He visto una plenitud, majestad inmensa, que no puedo describir. Me parecía todo bondad…. cuando se retiraba comencé a gritar y vociferar: ¡Amor desconocido! ¿Por qué te vas? ¡Amor desconocido! ¿Por qué, por qué, por qué? Pero resultaban estas palabras ininteligibles por quedar entrecortadas con los gritos. Entonces se ausentó dejándome con la certeza, sin la menor duda, de que era Dios[15].
Y usando un lenguaje erótico y atrevido nos dirá Hadewijch que “esta revelación fue concedida a una criatura simple e iletrada, viviendo en su carne mortal, en el año de nuestro Señor de 1373, el día 13 de mayo…todo esto me fue ordenado hace cuatro años en la fiesta de la Ascensión por Dios Padre en el momento en que su Hijo descendía sobre el altar. Al descender el me besó y con este signo quedé marcada[16]
Pero una vez constatado este acontecimiento, no es de menos señalar la reacción que en todas ellas propicia. En efecto, tal acontecimiento no se queda en el arrobamiento metafísico o en la delectación de lo sublime; sino que materializa en respuesta amorosa a la Realidad percibida.
Es el comienzo de una relación perentoria, personal y holista entre el sujeto y la Vida Absoluta, porque para ellas la percepción íntima de lo divino hace referencia al Amor. Las místicas no despiertan a un Dios trascendente, sino inmanente. Despiertan a la realidad de un Dios que quiere estar en intima relación de amor con la criatura.
Porque donde quiera que ellas miren, más que percibir una insuperable belleza cósmica, lo que perciben es la herida del Amor de Dios dentro de ellas. Entre las místicas y el Dios percibido como real e interno se establece un toma y daca de amor personal que ya no tendrá desenlace.
Un punzante arrobamiento que nunca quisieran que se acabase y que transforma tanto su enunciación teologal como su existencia vital. Que Dios sea Dios para ti y que tú seas para él amor (Hadewijch)[17]. Estando en Dios-hombre el alma vive…Una vez Dios me aseguró que entre él y yo, nada se interponía. Desde entonces no hubo un solo día o en que no tuviese continuamente la alegría (Ángela de Foligno)[18]. Pues me dio tan dulce consuelo y me donó tan gran voluntad de hacer el bien que me pareció estar toda transformada y renovada (Matilde de Magdeburgo)[19].
3.- un desarrollo proceso en primera persona
Reconocido y narrado el acontecimiento fundante de la conversión como implantación en la realidad divina, nuestras místicas saben, sin embargo, que ninguna decisión tomada en un instante dado puede estar a la altura del apremio de Dios. Que no se puede pretender haber respondido a su revelación de una manera exhaustiva y definitiva.
Al contrario, la manifestación divina es inauguración de una historia dinámica marcada por los avances mensurables de una relación personal. Es la marca de la historicidad inscrita en las temporalidades propias de la existencia humana. .En este sentido, la mística es un ad-venir, un devenir, una aventura constantemente propuesta por la relación con la Alteridad; de un Absoluto que sorprende ofreciéndose en la densidad de una relación.
Este devenir místico, esta “vía mística”, adopta, en el caso de las místicas medievales, dos tipos de expresiones literarias: los relatos (autobiográficos o escritos por los confesores, las “Vitae”) y la sistematización literaria de pasos o grados de identificación/unión con Dios. Los relatos autobiográficos son las fuentes directas[20] para conocer el itinerario vital particularizado de cada mística.
Ya el mero hecho de narrarse en proceso presupone, para la escritora mística, reconocerse en camino, viatora hacia el encuentro de una plenitud ansiada y nunca agotada. Plenitud que solo será alcanzada si la mística consigue hacer de sí un éxtasis completo en la identificación amorosa con lo divino. La historia existencial de cada mística es pues, el itinerario somático-espiritual-relacional recorrido hasta la perfecta consumación en el Amor de Dios.
La nomenclatura utilizada para describir este recorrido depende de las influencias culturales y espirituales del círculo de cada mística antes apuntadas: se puede utilizar el lenguaje erótico del Cantar o el lenguaje del amor cortés trovadoresco o el lenguaje visionario; pero todos quieren expresar el mismo proceso continuo que supone la perfecta consumación del Amor de Dios en una persona, en su cuerpo, en su identidad y singularidad irrepetible. Las escritoras místicas no nos muestran a Dios en espíritu, sino en su cuerpo, con su lenguaje, en su historia. Porque el Dios de las místicas es el Dios cristiano, el Dios “corporalizado”, el Verbo encarnado, con el que se relacionan, al que se unen y el que las salva.
En el caso de la sistematización literaria del itinerario (los tratados místicos propiamente dichos) hay que decir que las místicas han sabido reflexionarlo, conceptuarlo y argumentarlo (y en muchos casos narrarlo magistralmente) desde su propio proceso personal. Ángela de Foligno señala que había experimentado en sí misma treinta pasos o cambios que hace el alma avanzando por el camino de la perfección[21].
Hadewijch en su carta 20 describirá las 12 horas del Amor por las que Dios se descubre progresivamente a sus amantes[22]. Beatriz Nazareth, por su parte, sistematizará en un pequeño tratado casi poemático “Siete formas de amor que provienen de lo más alto y a lo más alto vuelven”, el camino ascendente sin ataduras del alma, fundamentado en su propia experiencia[23].
Dios es experimentado, Dios es vivido, Dios es narrado. Cuerpo, historia, directriz. Dios no fuera-de-este-mundo, sino en-ellas.
4- una ardiente pasión
Comenzado el itinerario por Dios hacia Dios ¿qué es lo que lo mueve? El deseo: instinto ardiente de amor para alcanzar la unión con el Amado. El deseo de amor y el deseo de conocimiento del Amado experimentados de forma apasionada.
En las místicas todo empieza con el deseo[24]. Apasionadas amantes del Amor, utilizan lenguaje de enamoradas. Suspiran, penan por el Amado, se sienten atraídas por su belleza, abandonadas, o desconsoladas cuando se ausenta. Y esto de forma eminente porque su amor es más ardiente, porque su Amado es mucho más real. Le vi y le busqué; le tuve y le desee (Juliana de Norwich). Y es que, para las místicas, no es posible un perfeccionamiento de la relación de amor sino es objeto de deseo.
Este solo puede ser suscitado si es descubierto como una especie de gracia, como un don cuya fuente se desconoce, pero que nos “sobreviene” y nos introduce en un estado de admiración y asombro. Desean, porque se han abierto a la sorpresa de un amor de Dios del que ahora son conscientes; que estaba ahí pero que ahora se ha manifestado. El deseo es, pues, la respuesta personal a la certeza maravillada de saberse amadas; el impulso de su búsqueda y el receptáculo colmado de la unión.
Cuando alguien por encima de todas las gracias y todos los sufrimientos, desea… alcanzar de Dios la bienaventuranza, le dice el Señor: Espérame. Él le responde: Amado Señor, no quiero consumir en vano mi deseo, por eso me uno a ti de buena gana. Contesta el Señor: Tengo tu deseo antes de que comenzara a existir el mundo: yo te deseo a ti y tú a me deseas a mí. Cuando dos deseos se unen en un mismo ardor se realiza el amor perfecto[25].
Pero el deseo es también, en palabras de Hadewijch, “la virtud que nos hace libres”; es decir, la quid fundamental de resistencia por el que las místicas acceden intrépidas a espacios de búsqueda, libertad y conocimiento en Dios aún fuera de los cauces religiosos al uso. Este anhelo ardiente de amor en femenino (carnal e inmediato, sin escisión entre lo físico y espiritual) encendido por Dios mismo y que solo Dios puede colmar, nadie lo puede contener.
Sería como tratar de “detener los esfuerzos de una mujer cuando está en parto”. Porque, ¿cómo no amar al Amor?, si ...“En lo más profundo de su Sabiduría aprenderás lo que es él y qué maravillosa suavidad es para los amantes habitar en el otro…gozan recíprocamente uno del otro, boca con boca, corazón con corazón, cuerpo con cuerpo, alma con alma, y una misma naturaleza divina fluye y traspasa a ambos. Cada uno está en el otro y los dos pasa a ser la misma cosa y así han de quedar”[26]. Y ¿quien podrá reprimir desear a este Dios que se así se ha experimentado?
5.- el cristocentrismo
Lo decíamos antes, Dios no es para nuestras místicas ninguna sublimidad metafísica, ninguna especulación teológica. Dios es Cristo, el Dios humanado al que experimentan y reconocen con todo su cuerpo. Frente a la abstracción teológica, las místicas contrapusieron la concreción de la humanidad de Jesucristo en la historia del mundo. Colocaron en el centro de su adoración todo lo tocante al cuerpo adorado de Cristo[27].
Con clara raíz neotestamentaria[28] Cristo es para ellas, el Mediador entre Dios y los hombres, (Ego sum via). En cuanto Dios es el Verbo eterno, Mediador de la creación y semejanza de las criaturas con Dios. En cuanto hombre, es el Verbo encarnado, mediador de la redención y de la vida espiritual que diviniza al hombre. Por eso, el camino místico consiste en la progresiva semejanza con Jesucristo, y su final es participar en esa unión de la naturaleza humana con la divina que en él se realizó paradigmáticamente[29].
Asemejarse a Cristo en su divinidad representa experimentar la unión y su gozo. Pero asemejarse a Cristo en su humanidad reclama la imitatio Christi, es decir, seguir su voluntad y seguir su camino de entrega, sufrimiento y muerte.
Por otra parte, el cristocentrismo de las místicas medievales asume dos notas peculiares en el caso de las místicas de tradición cisterciense. Primera, la devoción a la humanidad de Cristo centrada en su corazón. Ya en la vida de Santa Lutgarda se nos relata la primera aparición del Corazón de Jesús traspasado[30], pero será Santa Gertrudis donde la devoción al Corazón de Jesús es exponencial.
En efecto, para Gertrudis el corazón de Jesús es Jesús mismo revelando al ser humano “lo escondido de los secretos”; es decir, una inteligencia más grande y profunda de su interioridad más íntima que no es otra cosa que la superabundancia y maravilla de su amor-ternura (Pietas). El corazón como símbolo del amor de Cristo es lugar soteriológico donde la mística tiene plena experiencia de Dios y de su infinita ternura encarnada. Espacio donde las místicas quieren perderse y ser encontradas[31]. Segunda, una idea se suplencia. En efecto, las místicas cistercienses (Gertrudis y las dos Matildes) tienen una clara conciencia de que su falta de méritos para su salvación es suplida por los infinitos méritos de Cristo.
Experimentar a Cristo y su amor divino humanado supone, además,un desbordamiento de los sentidos espirituales, o lo que es lo mismo, encender todas las dimensiones corporales de la recepción de lo espiritual.”Oh solsticio eterno, morada segura, lugar deleitoso, paraíso de delicias, bañado por ríos de inestimables caudales, tu regalas con suaves músicas espirituales y recreas suavemente con dulce melodía, exquisitos perfumes, dulzura meliflua de sabores interiores y transformas las caricias en abrazos… ¡Oh, cómo decir qué ve, qué entiende, qué respira, qué gusta, qué siente!”[32]. Y es que Cristo lo desborda todo.
Y finalmente, otra consecuencia de la centralidad de la humanidad de Cristo es la devoción eucarística por la que nuestras místicas en sentido literal, no metafórico, se nutrían del cuerpo y la sangre de Cristo. En la hostia, en el momento de la elevación, ve Ángela de Foligno los ojos hermosos e intensos de Jesús[33]. Gertrudis cae a menudo en éxtasis después de la comunión. Ida de Nevilles se hace monja cisterciense para tener el privilegio de comulgar con más frecuencia.
En fin, comer el Cuerpo de Cristo es la manera más ajustada de responder a la exigencia de adecuación entre el plano real y simbólico de la unión de lo divino con lo humano y permite a la mujer mística dar rienda suelta a una afectividad en la que el cuerpo está absolutamente implicado.
6.- las visiones
Casi todas las místicas medievales han tenido experiencia visionaria. Evelyn Underhill cataloga las visiones en tres tipos según el grado de externalización, por parte del sujeto, de las intuiciones percibidas en el interior de la conciencia: visiones intelectuales (las más espirituales, íntimas e inefables, recibidas por el entendimiento sin base física, ni discurso oral), imaginarias (las más simbólicas, son iluminaciones recibidas por el entendimiento) o corporales (percibidas por el ojo humano, descritas como reales, pero introducidas por un “como si” que nos revela su inconsistencia material)[34].
En nuestras místicas encontramos los tres tipos: las visiones intelectuales de Cristo son comunes a todas ellas; las visiones imaginarias las encontramos en los sueños poéticos de Matilde, las alegorías visionarias de Hadewijch o los “matrimonios místicos” y las visiones corporales en Juliana de Norwich, por ejemplo; pero también encontramos visiones proféticas en el caso de Hildegarda.
La visión es una locución, una pretensión de decir lo Inefable. Un esfuerzo de la mente humana profunda para mostrar la verdad a la inteligencia superficial[35]. Tiene, pues, una función mediadora: explicar la experiencia acontecida como revelación.
Las visiones son como un velo que separa y une la palabra y lo inefable. Sirven para transmitir lo que acontece en ese mundo imaginario, en esa “tierra de las visiones” (Henry Corbin) que no pertenece ni al cielo ni a la tierra; sino que está situado en el corazón del orden simbólico, lugar de la mediación, y al que las místicas acceden mediante su mirada interior, “el ojo del entendimiento” que contempla y ve.[36]
Las visiones, en cuanto género literario, suelen tener una estructura determinada. A menudo comienzan con una referencia a un contexto litúrgico o a la situación anímico-espiritual de la mística. Tras este preámbulo se nos relata una experiencia de otro nivel a la que se accede con una fórmula introductoria del tipo “Y se me apareció” o “fui tomada en el espíritu” y a partir de aquí una serie de imágenes figurativas o simbólicas que visualizan imaginativamente chispazos de entendimiento que se proyectan en su espíritu.
Todo ello de un modo descriptivo, intenso y profundo; inventando imágenes y grandes y bellas arquitecturas. Por último, la visionaria “regresa a sí misma”, es decir, a la realidad de lo aparente[37].
El objetivo final de las visiones no es la observación y narración gregaria de los acontecimientos visionados, sino declarar la revelación mediante la que la mística cobra conciencia de lo Absoluto y mostrar, además, el proceso de perfeccionamiento, que iniciado y conducido por Dios mismo, lleva a identificar esencialmente en amor a Dios y a la visionaria.
La visión obliga, pues, una transmutación interior por elevación de todo el yo a la condición en que tiene lugar la unión consciente y permanente con el Absoluto. Y es que las visiones no son verdaderamente místicas sino acaban en la más noble de las pasiones, la pasión de la perfección por el amor; sino empujan a un impulso hacia la perfección moral. Quien ha entrevisto lo Perfecto, se siente incitado a ser perfecto.
La mística no es jamás la arrogante persecución de goces sobrenaturales, de iluminaciones sublimes o inefables deleites; ni tan siquiera la búsqueda del éxtasis de la unión con el Absoluto. La mística es el despertar a la conciencia de una Realidad que trasciende el mundo normal de lo aparente. Es ojo para ver la Creación en dolores de parto de esa Vida trascendente, real y eterna aquí solo intuida e iniciada.
Y ser místicas es en consecuencia, ser parteras, tomar parte en los gozosos dolores de la creación hasta su alumbramiento en Dios porque que el amor impele su afirmación exterior y, por tanto, la atención al mundo y la mirada misericordiosa sobre el ser humano. Y esto en dos senderos. En el antropológico, las místicas son modelo de la conciencia espiritual humana que ha alcanzado la transfiguración hasta su condición filial.
En el histórico, buscando influir a la construcción de lo secular a la luz de los vislumbres de la verdad de Dios. Las místicas nos devuelven a la vida cotidiana para transfigurarla en su realidad, para que sea ya aquí y ahora lo que ya saben que será. El componente profético es, pues, inherente, a la vía mística.
En el periodo medieval aunque a las mujeres no se les reconociera ningún derecho en la jurisdicción eclesiástica, sin embargo a la mística femenina si se le reconoció un componente profético. Santo Tomás de Aquino consideraba que las mujeres eran incapaces de recibir órdenes sagradas pero capaces de recibir el don más valioso de la profecía[38].
¿Cuales son, a nuestro parecer, las notas carismáticas más destacables de la literatura mística femenina del medioevo?
Tener que escribir (forzadas por el Espíritu)
Nuestras místicas son escritoras, sujetos de enunciación muy conscientes de su capacidad y derecho de escribir. Sus escritos bastarían por si solos para ocupar un lugar en la literatura (muy a menudo, son los primeros escritos en su lengua vernácula) y reivindicar una palabra original que decir[39].
Pero siendo muy conscientes de esto, estas mujeres escritoras son aún más conscientes de su propia aventura espiritual, de que son visitadas por la gracia y que se les “impele” a objetivar mediante la producción de un texto lo recibido[40]; que no pueden dejar de difundir la verdad de Dios que así se les ha manifestado. Su escritura es presión arrolladora, es acertar a dejar aflorar las audacias del Espíritu Santo en el ser humano.
En efecto, nuestras místicas reciben del Espíritu la función de escribir y, viceversa, escribir es para nuestras místicas, no tanto ejercer de autoras (que sí) como obedecer al Espíritu Santo[41]. Escritoras, por tanto, a las que Dios quiere hacer escribir. Autoras que apelan directamente a la divinidad reconocida en sí mismas como pauta y medida para decir su experiencia y crear así un espacio de libertad para ser y decirse.“Y me ordenó una cosa de la que frecuentemente me avergüenzo, porque tengo presente mi gran indignidad: impuso a este vil gusano por el corazón y la palabra divina escribir este libro- escribe Matilde de Magdeburgo.
Y pidiendo a Dios un consuelo ante una amonestación humana que la había turbado le dice: Señor estoy turbada... me sedujiste al mandarme escribir. A lo que el Señor contesta: En manera alguna te turbes pues la verdad no puede extinguirse ni agotarse... El libro es triple y se refiere a mí. El pergamino que lo envuelve designa mi humanidad… Las palabras escritas indican la admirable divinidad… La voz de las palabras anuncia mi Espíritu vivificante… Mira ahora todas estas palabras, que manifiestan gloriosamente los secretos de mi sabiduría, y no desconfíes de ti misma”[42].
Y en parecidos términos se expresa Margarita de Oingt: “Por esta razón ruego a los que lean este escrito que no saquen la equivocada conclusión de que yo presumo de escribir esto, pues debéis pensar que no tengo sentido ni instrucción que me permitiera sacar esto de mi corazón o escribir sino otro modelo, si la gracia de Dios no lo hubiera obrado en mi.
Y lo mismo testimonia Hildegarda: “Oh frágil ser humano, ceniza de cenizas y podredumbre de podredumbre…anuncia y escribe estas visiones, no según las palabras de los hombres,…ni según la forma de su composición, sino tal como las ves y oyes en las alturas celestiales y en las maravillas del Señor; proclámalas como discípulo que, habiendo escuchado las palabras del maestro, las comunica con expresión fiel… Soy yo quien ha decidido todo antes del comienzo del mundo.”[43]
Pero además las místicas no escriben para ellas solas, preocupadas por las que las rodean se embarcan en una relación pedagógica y en una transmisión activa: escriben para enseñar desde la propia experiencia. Sus obras son tratados mistagógicos, didácticos, que pretenden comunicar y enseñar; conducir las almas por el laberinto espiritual del ascenso/descenso hacia Dios, a estimular a una vida de amor[44]. Se presiente con claridad la eficacia del texto, de la letra, de la palabra[45].
Y se dirigen, paradójicamente, a un espectro social que los textos denominan illiterati (no versados en la escritura, simples), fundamentalmente mujeres y hombres laicos, pero también a los religiosos, activos y contemplativos. Es decir, a todos los que puedan entender los textos desde su experiencia. “Hijos de la santa Iglesia -dice Amor- por vosotros he hecho este libro, a fin de que oigáis, para valorar mejor, la perfección de la vida y el estado de paz que puede llegar en virtud de la caridad perfecta la criatura a la que le es concedido este don de la Trinidad[46]. “Todos los desolados y turbados encontrarán consuelo en este libro. Todos los que admitan otro consuelo distinto encontraran mayor turbación en lo que aquí se dice[47].
Por otra parte, los escritos de las místicas pretenden decir lo inefable de Dios. Nacen de una interiorización, de una búsqueda de identidad, de un ensayo de ser ellas mismas en sus textos un espejo de lo divino, un canal. Paradójica única vía posible para decir lo indecible y alcanzar libertad. Por eso tienen que inventar el lenguaje que de antemano saben que se les queda corto.
Y es que el amor desborda los límites del lenguaje; las palabras parecen mentira y blasfemia porque Dios-Amando no puede ser explicado: “lo que digo lo destroza todo” (Ángela de Foligno). “Es como poner precio a cosas que no se podían hacer, pensar y decir, como haría aquel que quisiera encerrar el mar en su ojo, llevar el mundo sobre la punta de un junco, o iluminar el sol con un farol…”(Margarita Porete)[48].
Al escribir se saben liminares, mendigando palabras para decir lo que no puede decirse, y sin embargo encontrando justamente ahí, en la palabra, la interpretación y el punto de partida para entenderse a sí mismas; la forma de apropiarse de la experiencia que hace ascender el camino hacia Dios. Porque como afirma Margarita de Oingt “si ella no lo hubiera puesto por escrito, habría muerto o se habría vuelto loca” [49].
La libertad de la Verdad
Implantadas en la Realidad descubierta como ofrecimiento gratuito de unión con el Dios Absoluto, Amor y Amante, la consecuencia directa es la libertad. Las místicas son desde la verdad de Dios, sobrecogedora y amada, mujeres libres.
Esta Alma –dice Amor- es libre, más libre, muy libre, insuperablemente libre, en su raíz, en su tronco, en todas sus ramas y en todos sus frutos de sus ramas. Tiene llena su medida de libertad, cada costado tiene su jarra llena. Si no quiere no responde a nadie fuera de su linaje… por ello quien reta a un alma así no la encuentra: sus enemigos no tienen respuesta[50].
Libres y desafiantes en la conciencia de sí mismas, como se aprecia en el epistolario de Hildegarda, que inspirada por aquella Luz Viviente amonesta las corrupciones de reyes y Papas[51]. Y libres también para resistir el poder arbitrario de la jerarquía de la Iglesia. Baste recordar el pleito de Hildegarda con los prelados de Maguncia por haber sepultado en el monasterio el cadáver de un caballero excomulgado.
El clero de Maguncia le conmina a que exhume el cadáver y lo saque del recinto monástico. Hildegarda, anciana de 80 años, se niega. Los jerarcas amenazan con la excomunión tanto de ella como de su comunidad. El problema se plantea como un conflicto entre obediencia y conciencia. Hildegarda se mantiene impertérrita amparándose en el mandato divino para que no lo haga. Y la comunidad cae bajo la pena del interdicto: se prohíbe la comunidad cantar el Oficio Divino. El dolor de Hildegarda fue enorme, pero no rectificó.
En una carta dirigida a los jerarcas sorprende ver que no plantea la defensa de su postura en una falta de culpabilidad por hecho cometido, sino en la injusticia y la desproporcionalidad de la pena a ellas aplicadas. Como un acto de poder, Hildegarda respondió con la autoridad que le daba su conocimiento de la voluntad de Dios[52].
Pero nuestras místicas son libres, sobre todo, para concebir y expresar la espiritualidad de un Dios distinto (afectivo, personal, interior e inmediato). Libres para hablar de sus experiencias espirituales. Libres para enunciar una teología en lengua materna desde una concepción diversa del poder de la razón.
Teología que parte desde una aproximación diferente al texto sagrado y desde la utilización de una palabra primaria[53] que utiliza lo más espontáneo e inmediato del lenguaje, y que ya no pasa por el instrumento convencional del intelecto. Porque, en efecto, mientras la razón masculina eclesiástica se acerca a la Escritura mediante la exégesis colocando el texto sagrado bajo el régimen de la razón y de la mediación (masculina) de la autoridad referida; las místicas colocan su experiencia (femenina), es decir, el saber práctico y experimental, al costado de la Escritura.
Su experiencia personal es para ellas escritura corporal del Espíritu Santo y, por lo tanto, está a la altura de la misma Escritura[54]. La experiencia es prueba de la fuerza operativa del Espíritu Santo en la historia humana, de que la realidad histórica esta abierta a la trascendencia pero desde su propio interior.
¿Qué consecuencias tiene esta postura ante la autoridad del texto Sagrado? Una ganancia de libertad, un reconocimiento de que el Espíritu no está fijado (actúa cuando quiere), un situarse “por encima, no contra de la ley” y no intentar, además, que el texto responda a nuestras precomprensiones racionales.
Todo ello minaba desde dentro el régimen de la mediación eclesiástica fundamentada en el régimen lingüístico de la lengua escrita/ lengua hablada, y en una tradición de cultura docta exclusivamente masculina[55]. Por eso, sin caer en el riesgo de la heterodoxia[56], el surgir de la experiencia carismática femenina representaba también un cambio en la autoridad y del sentido de la ortodoxia.
Un sentido más confiado, más ligero, de la verdad dogmática, hasta hacer de esta (por ejemplo en el tema de infierno y del pecado) un elemento de concertación entre la mística y Dios[57]. Su saber de Dios no es pues, reflexión sistemática y académica. Tiene impronta de itinerario, de camino, incluso fragmentario, argumentativo y narrativo. Porque no parte de conceptos abstractos, sino de vivencias.
Lo femenino como develamiento de Cristo
Conscientes de su fragilidad, las místicas no pusieron en discusión la visión antropológica medieval de que la mujer o lo femenino son el símbolo de la parte física, concupiscente y material de la naturaleza humana, en contraposición al hombre, símbolo de lo espiritual y racional. Cuya consecuencia era destacar la debilidad estructural de la mujer y, por lo mismo, la necesidad de sumisión y su exclusión social.
Pero desde el vigor asombroso de una conciencia muy fuerte de un Yo que se sabe elegido para una misión, las místicas se sirvieron de esta dicotomía para demostrar que Dios había elegido en Cristo revelarse, precisamente, a las mujeres. Porque Cristo, Dios humanado y sufriente, asumió y amó la debilidad y el dolor; la inferioridad y la vulnerabilidad como lugar teológico de la revelación. Si la Encarnación había comenzado bajo el signo de la necesidad, de la pobreza, de la deficiencia, ¿quién mejor que el cuerpo de la mujer podía ser símbolo mismo de la humanidad redimida?
Porque muchas veces Dios omnipotente- señala el hermano Enrique a propósito de Matilde de Magdeburgo- escogió lo débil del mundo para confundir a los más fuertes. Por tanto, que nadie se sorprenda ni pierda la fe si Dios en el tiempo de la gracia renueva los prodigios revelando sus misterios al sexo débil.
Las mujeres místicas, pues, contra el topos cultural, reivindicaron su cuerpo inventando un cuerpo místico, diferente; un cuerpo que participaba por entero del acontecimiento espiritual, que apela ampliamente a los sentidos y a una dinámica vehemente de la vida sensorial.
Lo visual, lo auditivo, todos los sentidos corporales, son convertidos en sentidos espirituales que intentan transparentar el exceso delicioso de la experiencia del anonadamiento de sí, el fervor del deseo, el desfallecimiento y el delirio. Cuerpo-receptáculo dócil, propicio para el amor; terreno elegido y particular para “hablar de Cristo”, para manifestar su amor.
Esta predilección de lo femenino como velo transparente de revelación humanada de Cristo, como lugar dentro del cual mora Dios, lleva a las místicas al empleo de expresiones atrevidas (el intercambio de corazones, la penetración en las llagas) que intentan explicar el traspaso total de una existencia centrada en el yo, a la entrega y abandono en brazos del Dios hombre, a la asunción de la pobreza radical de aceptar la lógica desposesiva del amor.
Cada mística visiona, experimenta y padece una vinculación de su ser creatural con Cristo que no puede dejar de anunciar como sustancial a todo hombre y a la creación. Cada una pone su acento y su expresión. Cada una es una traza de Cristo reflejada en un alma particular y original. Espejo nítido en el que Dios se refleja, ciudad gloriosa en la que habita Dios.
Pero en este ámbito hay una nota que especialmente nos gustaría resaltar. El hecho de que dos de nuestras místicas se hallan atrevido ha expresar la atrevida imagen teológica de que la segunda persona de la Trinidad es nuestra Madre.
Juliana de Norwich lo expresó claramente: Y la segunda persona de la Trinidad es nuestra Madre en cuanto a nuestra naturaleza en nuestra creación substancial: en él estamos fundamentados y enraizados y el es nuestra Madre de misericordia al haber asumido nuestra sensualidad[58].
Y también para Margarita de Oingt Jesucristo es nuestra verdadera madre; el embarazo toda su vida, y el parto su muerte en la cruz: ¿No eres tú mi madre y más que mi madre? La madre que me llevó sufrió el parto un día o una noche, y tú, hermoso y dulce Señor, fuiste humillado por mí, no una noche o un día solo, sino que sufriste más de treinta años… cuando se acercó el tiempo en que debías parir, fue tanto el sufrimiento, que tu santo sudor fue como gotas de sangre que corrían por tu cuerpo hasta la tierra
¿Exuberancia verbal o hitos de la revelación del éxtasis? ¿Una vuelta de tuerca en nuestros conceptos sobre Dios que nos obliga a tomar conciencia de que decir a Dios es como “llevar el mundo sobre la punta de un junco”, tratar de explicar lo inexplicable? ¿De que nuestro saber de Dios solo puede ser analógico y que a los seres humanos solo nos queda vivir en Dios y para Dios formando el cuerpo de Cristo en el Espíritu? No lo sabemos. Pero las imágenes no dejan de ser sugerentes: Cristo humanado asume para develarse la sensibilidad, tan denostada, del cuerpo femenino..., Cristo revelándose desde la expresión corporal de “donación” más específicamente femenina: el embarazo y el parto…
Imágenes liberadas del tiempo, de la razón, de lo “correcto”…, riquezas de intuición que superan la mediación del raciocinio; que no tratan de comprender, sino de conocer y amar. Misión que confiada por Dios a la mujer mística, depositaria de una palabra que está siempre en trance de ex-clamarse.
Kándida Saratxaga -O.Cist-
Monasterio Cisterciense de Lazkao
Monasterio Cisterciense de Lazkao
BIBLIOGRAFIA
[1] La conciencia de iletradas es un pretexto formal en muchos de los escritos de nuestras místicas. Son conscientes de que su conocimiento no se puede encuadrar en el saber masculino, pero no por eso dejan de escribir. “Ay, Señor, si yo fuera un hombre religioso y letrado, y hubieras obrado en él esta gran maravilla, recibirías por ello eterno honor. ¿Quién podrá creer que en una casa inmunda has construido una casa de oro…? De este modo, señor, la sabiduría terrenal no sabrá encontrarte. Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, 47.
[2] “La experiencia me hace cierta”, Teresa de Cartagena.
[3] En los escritos de Hadewijch se detecta la presencia de al menos tres autores: Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint Thierry y Ricardo de Saint Victor. Sin embargo, el único que es citado de forma explícita es Bernardo.
[4] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, 44.
[5] En la mística cristiana, a diferencia de las místicas orientales, la cuestión del cuerpo es esencial.
[6] Cf. A. Bartolomei Romagnoli; La cuestión del cuerpo en la mística femenina medieval, en El dulce canto del corazón, 41-66.
[7] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, 45.
[8] Cf. E. Underhill, La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual, Madrid 2006, 203-229.
[9] Cf. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, Madrid 1983, 542.
[10] Cf. K. Saratxaga, Místicas cistercienses, 205.
[11] Margarita de Oingt, La mirada interior, 296.
[12] Gertrudis de Helfta, Mensaje de la misericordia divina, 49.
[13] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, 38.
[14] Juliana de Norwich, Libro de visiones y revelaciones, 45.
[15] Ángela de Foligno, Libro de la vida, 51-52.
[16] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas, XVII, 119.
[17] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas, XII, 86.
[18] Ángela de Foligno, Libro de la vida, 107.
[19] Margarita de Oingt, La mirada interior, 296.
[20] Consideramos a las Vidas escritas por los confesores fuentes indirectas. Porque a pesar de las protestas de veracidad de los escribientes en la mística “solo conoce el que lo sabe”.
[21] Ángela de Foligno, Libro de la vida, 33
[22] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas, XX, 134-140.
[23] Beatriz de Nazareth, Siete formas de amor, en Flores de Flandes ,241-274.
[24] El deseo es la inagural y primera forma de amor de las descritas por Beatriz: atracción poderosa a recobrar la pureza, la nobleza y la libertad; tensión entre el ser actual y su ideal.
[25] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, 371.
[26] Hadewijch de Amberes, Dios, amor y amante. Las cartas, IX,
[27] Cf. C. Papa, “Tra il dire e il fare”: búsqueda de identidad y vida cotidiana, en Religiosidad femenina: expectativas y realidades (ss. VIII- XVIII), 83-85.
[28] 1Tm 2,5.
[29] Cf. A. Mª. Martín, La devoción a la humanidad de Cristo y mediación espiritual, en Mística cisterciense, 133-154.
[30] Vita Lutgardis, I, 12.
[31] Cf. K. Saratxaga, Místicas cistercienses…, 223-224.
[32] Gertrudis de Helfta, Mensaje de la misericordia divina, 63.
[33] “En otra ocasión contemplé a Cristo en la Hostia consagrada. Aparecía hermoso y lleno de majestad. Semejaba un niño de doce años de edad”. Ángela de Foligno, Libro de la vida, 55.
[34] Cf. E. Underhill, La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual, 321-322.
[35] Cf. E. Underhill, La mística. Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual, 318.
[36] Cf. V. Cirlot y B. Garí, La mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, 261-267.
[37]Cf. Flores de Flandes, 13-15.
[38] Cf. M. W. Labarge, La mujer en la Edad Media, 55.
[39] Las siete formas de amor de Beatriz, Las cartas y poemas de Hadewijch, La luz resplandeciente de la divinidad de Matilde de Magdeburgo y El espejo de las almas simples de Margarita Porete, bastarían para reivindicar una espacio original, una palabra dicha de modo completamente distinto que en literatura.
[40] La mayoría de las místicas reconocen “la fragilidad de las virtudes de su sexo” (Gertrudis) y pretextan su falta de cultura a la hora de ponerse a escribir.
[41] Hildegarda afirmaba de si misma ser recipiente del Espíritu Santo.
[42] Cf. Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, Pról., p. 38-47
[43] Hildegarda de Bingen, Scivias: Conoce los caminos, Madrid 1999, 15.
[44] Las Cartas de Hadewijch muestran una función didáctica específica; con el empleo de la expresión querida niña se refiere a alguien que tiene algo que aprender. Es expresión afectuosa de la relación maestra discípula. También a Ángela de Foligno sus contemporáneos le reconocieron el título de Magistra.
[45] Margarita Porete “quiso que sus prójimos encontrasen a Dios en ella a través de sus escritos y sus palabras”.
[46] Margarita Porete, El espejo de las almas simples, II, p. 70.
[47] Matilde de Magdeburgo, La luz divina que ilumina los corazones, Pról., p.49
[48] Margarita Porete, El espejo de las almas simples, XCVII, p. 171.
[49] Cf. Margarita de Oingt, Páginas de meditaciones, en La mirada interior, 4.
[50] Margarita Porete, El espejo de las almas simples, LXXXV, p. 158.
[51] Se escribe con los emperadores Conrado y Federico Barbarroja a los que amonesta y lo mismo al papa Paschalis, a quien en 1164 escribió dos cartas en tono profético y amenazador. Cf. R. Pernoud, Hildegarda de Bingen. Una conciencia inspirada del siglo XII, Madrid 1998. Y lo mismo podemos decir de Matilde de Magdeburgo ( o de Hadewich) denunciando con virulencia los defectos del clero, del imperio y de la orden dominicana.
[52] Cf. M. Marinengo, La armonía de Hildegarda. Un epistolario sorprendente, en Libres para ser, 40-43. También J. Lorenzo Arribas, “Ovnis ecclesia in symphonia sonet”. Canto y conflicto en Hildegarda de Bingen, en La escritura femenina. De leer a escribir II, Madrid 2000, 25-60.
[53] En sentido de telúrico como “el grito” de Ángela de Foligno.
[54] “Estas palabras sobrepasan la Escritura” dirá el personaje de la Iglesia pequeña de Margarita Porete.
[55] Cf. L Murazo, Margarita Porete, Teóloga en lengua materna, en La escritura femenina. De leer a escribir II, 83-94.
[56] Margarita Porete cae en el exceso de no reconocer ninguna autoridad masculina entre ella y Dios.
[57] Juliana de Norwich llegará a descubrir “que el pecado no es nada ante Dios”.
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