viernes, 27 de noviembre de 2015

Discurso conclusivo

 
 
 
 
  CAPÍTULO GENERAL
 
“¡REMA MAR ADENTRO Y ECHAD LAS REDES PARA LA PESCA!”

 
En el momento de concluir este Capítulo General, el deber de mi relación final es el de partir de aquello que hemos vivido juntos durante estos días para volver a la vida cotidiana de la Orden y de cada una de nuestras comunidades, conscientes de lo que el Espíritu Santo nos da y nos pide.

Es evidente para nosotros que estos días de reuniones del Capitulo General no se han limitado a la escucha de las relaciones, de las decisiones y elecciones, sino que han sido momentos de vida, un acontecimiento de la vida. Y la vida es un misterio de relación, de deseos, de fecundidad. La vida es un encuentro constante, en el que somos creados y estamos llamados a crear. La vida es un crecimiento, pero también una disminución. Un saber morir como la semilla, en la espera de dar fruto.

Cuando al final de la Audiencia General del 8 de septiembre, he podido saludar personalmente, en vuestro nombre, al Santo Padre Benedicto XVI, su respuesta a mi presentación de: “soy el nuevo Abad General de la Orden Cisterciense”, fue ésta: “sois una gran familia”. Esta respuesta ha sido para mí la mejor expresión de lo que hemos vivido durante estos días del Capítulo. De aquello que hemos experimentado entre nosotros en estos días. Y también la tarea que nos espera después del Capítulo General.

Somos una gran familia. La verdadera naturaleza de una familia no es el de ser un grupo de personas replegado sobre sí mismo, en defensa de sus propios intereses. La verdadera naturaleza de una familia es ser un eslabón de una cadena de generaciones, es decir, un grupo de personas que se dejan concebir para concebir a su vez.
 
 
Y esta concepción pasa, a su vez, a través de una vida comunitaria, en la que los miembros se aman, se educan y se estimulan a la fecundidad. La familia es un lugar de vida, de trabajo en común para crecer en un amor siempre más verdadero y gratuito. Un lugar en el que se trabaja juntos, para crecer en el conocimiento de la verdad, en la experiencia de la bondad, en la contemplación de la belleza. Y todo esto implica un crecimiento en la unidad, en la comunión que se abre a la verdad, al amor, a la belleza de ser una corriente de vida que circula entre las personas y se transmite al mundo.

San Benito nos ofrece y pide vivir y crecer en esta experiencia, en la que Cristo responde a la sed de felicidad de nuestro corazón, a nivel personal, a nivel de comunidad, a nivel de la Orden.

Definirnos como “una gran familia” no quiere decir calcular nuestras dimensiones, sino ser conscientes que cuando somos pequeños y frágiles también el Señor nos llama a crecer, a crecer en la vida, a crecer en el amor, en la comunión, a crecer en el don de nuestra vida por el Reino de Dios, que es la unidad y la salvación de la inmensa familia humana. Y esto también a través de la muerte, porque en Cristo la ley de la vida es también el misterio pascual.

Como lo expresa una frase de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, que aplica a toda la Iglesia el ora et labora benedictino: “Así, la Iglesia une oración y trabajo, de modo que el mundo entero, en todo su ser, se transforme en pueblo de Dios, cuerpo místico de Cristo y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, centro de todas las cosas, sea dado todo honor y gloria al Creador y Padre del universo.” (LG 17)

Estos días vividos juntos, las relaciones de las Congregaciones, la herencia que recibimos de quienes nos han precedido y, en particular, de la paternidad de Dom Mauro Esteva, Abad General emérito, del que me siento profundamente deudor y al que todos estamos infinitamente agradecidos; el testimonio de una vida nueva que recibimos de nuestros hermanos y hermanas del Vietnam, así como de tantas comunidades de otros países, o de experiencias nuevas que se están creando, y de los jóvenes del Curso de Formación Monástica, todo esto nos conforta y renueva nuestra esperanza. Somos llamados a la vida, y la vida es posible, porque la vida no es una cantidad, no es un poder, no es el éxito, sino un don del Señor que se transmite a través de la pequeñez y la humildad de una semilla que muere y renace.

La palabra de Jesús, que ha de renovar siempre nuestra esperanza y nuestro trabajo, es esta: “Donde dos  tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Dos o tres: el mínimo basta. Pero es también necesario. Debemos ser al menos dos, el mínimo para ser comunidad, para ser familia, para ser lugar en el que la vida es acogida y transmitida como relación de amor, de comunión. Esta es nuestra esperanza, como he dicho, y nuestra tarea. A esto, y en esto, estamos llamados a trabajar. Y diría que la vida comunitaria es el lugar en el que está presente el Dios que buscamos, Jesucristo, y esta es la esencia de la tarea que nos ha encomendado el Capítulo General. Hemos sido reafirmados en esta tarea y en esta misión.

Una tarea, una misión, que no podemos ejercitar sino partiendo de nuestra propia comunidad, lugar de nuestra estabilidad, pero también de aquellas dimensiones universales que se nos han hecho presentes en estos días. Las dimensiones de la presencia de nuestra Orden en cuatro continentes, las dimensiones de la familia cisterciense, que hemos tenido la alegría de experimentar con la visita fraterna y el testimonio del Abad General de la OCSO, Dom Eamond Fitzgerald y de la Priora General de las Bernardinas de Esquermes, M. Mary Helen Jackson, como también con los representantes de las comunidades cistercienses evangélicas de Alemania, presididas por su obispo y abad Dom Horst Hirschler.

Somos conscientes que el Espíritu Santo envía a nuestras comunidades la tarea urgente de favorecer la vitalidad, para que sean el lugar de realización de nuestra vocación cisterciense y el reflejo de nuestro testimonio de Jesucristo, vivo y presente para la salvación de todos los hombres.

Somos como los discípulos de Emaús:  el Señor resucitado se ha aparecido en medio de nosotros y marchamos de Roma como los de Emaús, para anunciar simplemente este hecho. Y aunque fuésemos solamente dos, como ellos, esto no reduciría en absoluto la fuerza de este testimonio. Porque el mismo Cristo es la sustancia y la fuerza.

Creo que debemos ayudarnos a continuar el trabajo iniciado durante este Capítulo General en aquellos puntos enunciados en la carta del Abad General y de su Consejo del 3 de diciembre de 2009. Allí se nos recordaba la necesidad de una auténtica y real vida comunitaria para orar y trabajar, para meditar la Palabra de Dios y celebrar los Sacramentos, para vivir tanto los momentos de esparcimiento y alegría, como los de sufrimiento y dolor. La vida comunitaria es también el ámbito de una verdadera formación, porque nada nos educa ni nos hace caminar tanto como la senda de una comunidad. La escuela del servicio del Señor (RB Pról. 45).

Profundizaremos juntos esta conciencia y nos ayudaremos a vivirla con paciencia y misericordia, porque el valor de una comunidad cristiana, aun siendo connatural a la naturaleza del hombre, no viene ya dado, sino que implica la decisión de la libertad para acoger el proyecto que Dios tiene de ser imagen y semejanza de la Trinidad.

La Comunidad, como encarnación de Cristo en nuestra humanidad es un don del Espíritu Santo, al cual se nos ha pedido dar un sí, como a la Virgen María. El “sí” personal de María en el momento de la Anunciación se renueva en el cenáculo de Jerusalén como el sí al Espíritu Santo, que reúne a la Iglesia en un solo cuerpo y en una sola alma, para hacerla instrumento dócil y fecundo de la vida de Dios en el mundo.

Tras la muerte la resurrección y la ascensión del Señor, los discípulos no alcanzaban a comprender lo que iba a suceder con su vida. Sin embargo, solo una cosa tenían clara, debían permanecer juntos. “Todos perseveraban, reunidos en oración, junto con algunas mujeres, y María, la Madre de Jesús, y sus hermanos” (Hch. 1, 14). “El día de Pentecostés, se encontraban todos juntos en el mismo lugar” (Hch. 2, 1). La decisión de estar juntos, es todo lo que se nos pide para que Dios pueda realizar sus maravillas a través del Espíritu Santo.

Creemos con frecuencia que vivir en Comunidad es difícil, que se requieren muchos requisitos. Este temor procede del hecho de que pretendemos realizar por nosotros mismos aquello que solo el Espíritu Santo puede hacer. Estar juntos los discípulos con María en el Cenáculo, es sencillo, no es una exigencia, sino una espera. Es como la tierra que aguarda la semilla que debe germinar, echar raíces, crecer y dar fruto. No es la tierra la que origina la semilla, la planta y los frutos. La semilla es un don, la tierra debe acogerlo, solo acogerlo, ser libre para acogerlo.
 
Después puede nutrirlo y permitirle crecer y dar fruto. Todas nuestras comunidades, sean pequeñas o grandes, están llamadas hoy en día, más que nunca, a esta pobreza de ser tierra, “humus”, humildad. San Benito basa toda la ascesis del monje en la humildad, en la obediencia filial y fraterna. ¿Cómo ayudar en este sentido? ¿Cómo ayudar a nuestras comunidades, a todos nuestros hermanos y hermanas a desear esta pobreza que busca y encuentra a Dios en la comunión fraterna? Sobre todo, reconociendo que tenemos necesidad unos de otros. Los superiores somos los primeros en tener necesidad de la Comunidad, para vivir con alegría nuestra vocación y ministerio.

El Capítulo General ha renovado en nosotros esta conciencia y alegría porque el Señor nos ha hecho experimentar de nuevo qué dulzura, qué delicia es vivir juntos, orar juntos, escucharnos unos a otros y dialogar. Decidir juntos, llevar juntos el peso los unos de los otros. Esto también es una gracia, un don, que nos ha maravillado, como cuando nos encontramos por primera vez con la comunidad.
 
 
De esto debemos estar agradecidos y de esta experiencia hemos de acoger el don de una renovada confianza en el Espíritu. Aunque, cuando volvamos a nuestra comunidad, nos encontramos con nuestra fragilidad y nuestros problemas. Somos responsables de llevar a nuestros hermanos y hermanas el testimonio de lo que hemos visto y oído en estos días, con la confianza de que lo nuevo siempre es posible, para todos y en todas partes. Porque la novedad es la obra de Dios: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5).

Así pues, es importante que continuemos ayudándonos. El Papa nos ha dicho que somos una gran familia. Grande porque estamos diseminados por el todo el mundo, pero una, una sola familia. Aunque estemos lejos unos de otros, hemos de sentirnos unidos, permaneciendo en contacto para ayudarnos y rezar siempre los unos por los otros.

Mi principal tarea como Abad General será, pues, la de mantener viva esta conciencia, esta unidad familiar, filial y fraterna que hoy nos une. Ayudadme a cumplir esta misión, este servicio, sin temer incomodarme. Solicitad mi disponibilidad y mi ayuda. Aunque soy consciente de mi pobreza y fragilidad, estoy disponible para todos. Si tenemos vivo este deseo de comunión y amistad, no será difícil transmitir esta experiencia a nuestras comunidades, sobre todo a los hermanos y hermanas que dentro de ellas nos parecen más alejados de la comunión y de la unidad, exiliados en la esterilidad del individualismo. Pero también a todas las personas que se nos acercan para encontrar, de diversas formas, una familia a través de la cual pertenecer a Jesucristo.

Para esto servirán todos los instrumentos de comunión, de formación de comunicación, de los que nuestra Orden se ha enriquecido a lo largo de su historia, especialmente en los últimos decenios. Estos instrumentos forman parte de los diversos organismos de gobierno y de corresponsabilidad. Agradezco al Capítulo General haberme proporcionado para la tarea del Abad General de hermanos y hermanas que me ayudarán en vuestro nombre en el discernimiento y en las decisiones, como el P. Procurador Meinrad Tomann, al que todos apreciamos y con el que me alegro de convivir y trabajar en la Curia General durante los próximo años; los miembros del Consejo y del Sínodo, así como todas las personas que en la Casa Generalicia, o en los Cursos de Formación Monástica, ofrecen su tiempo y su energía, con generosidad y entusiasmo.

Expreso mi gratitud y la vuestra a todos aquellos que han permitido un buen desarrollo de este Capítulo General, con sus buenos servicios y competencia, en particular, al indispensable y sereno P. Lluc, Prior de Poblet, y también al P. Emannuelle, monje de Prad’Mill, notario del Capítulo. Agradezco también a los asistentes del mismo por sus servicios, haciendo nuestra gratitud extensiva a sus abades y comunidades.

Gracias al equipo de traductores que ha desarrollado su trabajo con perfecta profesionalidad, además de con alegría y simpatía.

No puedo dejar de expresar mi gratitud a mi comunidad de Hauterive porque ha sido y sigue siendo mi familia de origen, que me acogió y me ha formado con misericordia y verdad. La confío especialmente a vuestra oración y afecto.

Gracias a todos, queridos hermanos y hermanas capitulares, por vuestra presencia, vuestra confianza y vuestra caridad. Querría deciros muchas cosas, pero también tendré ocasión de hacerlo en los próximo años. Y pienso que lo esencial está bien expresado en el mensaje que el Capítulo General envía a toda la Orden: un mensaje que todos estamos llamados a acoger, juntamente con nuestros hermanos y hermanas. Y sería bueno que releyésemos nosotros, y se las presentemos a nuestras comunidades, la relaciones de los Presidentes de las Congregaciones de la Orden, tan ricas y tan útiles para nuestro camino.

Me viene siempre a la mente el Evangelio del día de mi elección como Abad General de la Orden Cisterciense (Lc 5, 1-11). Como para Pedro, Jesús ha renovado para mí y para vosotros su llamada: “Duc in altum... Rema mar adentro y echa las redes para pescar”. Y acogiendo “su Palabra”, Pedro y sus amigos responden a la vocación, a pesar de estar cansados de tantas tentativas infructuosas, de tantos fracasos, como a menudo nos sucede en nuestro ministerio y en nuestras comunidades.

Toda nuestra fuerza y fecundidad consisten en apoyarnos completamente en la Palabra del Señor, presente en medio de nosotros para amarnos y llevar a su término el milagro de la salvación de toda la humanidad. Este Capítulo General ha renovado la fe en este milagro realizado por la presencia de Cristo. Este nuestro deseo, humilde y ardiente, de ser sus instrumentos.
 
                                             
 
 
 
 

 

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