viernes, 27 de noviembre de 2015

Adviento-Navidad





“ Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida -porque la vida se ha manifestado, y nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó-; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea colmado.” (1 Jn 1,1-4)

 
Queridos Hermanos y Hermanas
 
El principio de la primera carta de san Juan es la palabra de Dios que me parece que expresa mejor lo que quisiera compartir con vosotros, a los tres meses de mi elección como vuestro abad general y al inicio del año litúrgico, que, con el Adviento, nos ayuda a desear y acoger el misterio de Navidad, la presencia encarnada de Dios en el mundo, en nuestra vida.

“Lo que era desde el principio…”

Por nosotros mismos, no iniciamos nada; todo está ya dado y cumplido en Cristo, presente en medio de nosotros; porque en Él tocamos el origen y el cumplimiento de todo inicio y, por tanto, de cada historia, de cada vida. Solo en Él y gracias a Él podemos iniciar y continuar siempre de nuevo el camino de nuestra vocación. Jesús, que está ante nosotros para decirnos “Ven y sígueme” es el inicio siempre nuevo que podemos acoger cada día, como el sol que nace.

Esta certeza nos permite no tener miedo a ser pobres, limitados, incapaces, desprovistos de las fuerzas y medios necesarios para llevar a término aquello para lo que hemos sido llamados. Experimento fuertemente este sentimiento de pobreza y de incapacidad. A veces siento la tentación del miedo. Las comunidades que he de visitar, las situaciones y las personas que debo acompañar, los contactos que he de establecer, los problemas que hay que gestionar y resolver… Todo me hace sentir pobre e impotente.
 
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Pero el milagro es descubrir que precisamente es aquí donde encuentro, con vosotros y gracias a vosotros, “El que era desde el principio”, es decir, el cumplimiento y la plenitud de todo. Sólo esto da paz y nos permite continuar, sin comenzar de nuestra nada, sino de Él, que, reconocido y amado, es nuestra plenitud.

Todos nos encontramos un poco en la situación de san José, que tuvo que cumplir su tarea al servicio de Jesús viviendo íntimamente en contacto con su presencia, pero con una presencia impotente y frágil de niño. Jesús parecía no poder hacer nada por José, y José parecía tener que hacer todo por Jesús. Sin embargo, aquel Niño, impotente y frágil, era precisamente el Señor que crea y salva el universo. Misterio de nuestra vida y vocación: que Aquél que puede todo se haga nada, de modo que nuestra nada se convierta en instrumento de todo lo que sólo puede hacer Él y de todo lo que sólo Él es.

“Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó” San Juan nos anuncia que la totalidad es la comunión del Hijo con el Padre. El Hijo se ha encarnado para manifestarnos su ser junto al Padre, su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. Allí donde Cristo se hace presente, allí donde lo acogemos, allí donde permanecemos con Él, allí donde le permitimos revelarse a nosotros en el Evangelio y en los Sacramentos, y en toda la vida de la comunidad cristiana, allí donde nos sale al encuentro en los necesitados y en los pobres, nos manifiesta siempre su comunión con el Padre, nos manifiesta la Trinidad y nos acoge en Ella.

Sólo si vivimos recordando esta gracia, podremos reconocer que también las relaciones entre nosotros, en nuestra comunidades, son un reflejo de la Comunión trinitaria y, por tanto, el testimonio más precioso y necesario que estamos llamados a cultivar y a ofrecer al mundo. Benedicto XVI, en una audiencia reciente a los Superiores Generales, ha retomado una profunda expresión de Juan Pablo II en Vita Consecrata (n. 41): “la fraternidad en nuestras comunidades es confessio Trinitatis ” (26 de noviembre de 2010).

La dimensión contemplativa, propia de nuestra vida monástica, comienza en la conciencia trinitaria con la que pertenecemos a nuestra comunidad. La vida fraterna en comunidad es el lugar principal en el que Dios nos pide y concede vivir de Su Amor, participando de la Comunión de la Trinidad.
 
 
Como lo expresa de nuevo san Juan: “lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.” La unidad, la belleza y la alegría de nuestra vida residen precisamente en poder vivir unidos a Dios y a los hermanos en un mismo amor, en el único y verdadero amor que es el Amor de Dios, el Amor que es Dios.

Entendida así, contemplada así, la comunión de Cristo y en Cristo se convierte para nosotros en la “única cosa necesaria” a la que estamos llamados, pero una sola cosa que abraza todo aquello que vivimos, y es la “parte mejor” que hace mejor cada parte, cada detalle de la existencia, cada aspecto y deber de la vida de nuestra comunidad (cfr. Lc 10,42).

Pienso que nuestra Orden, en la riqueza y multiplicidad de sus observancias y de las tareas que asume, está llamada más que nunca a profundizar el misterio de la comunión en la vida comunitaria, para contemplar y vivir el misterio revelado del Dios Uno y Trino en Personas, y poder ofrecer al mundo, tan desorientado en el vivir el amor, el don del testimonio vivido de la Trinidad. El Capítulo General, como experiencia y como palabra, nos ha hecho una fuerte llamada a realizar esta tarea, a vivir esta vocación y misión. Ayudadme a serviros en esto y a vivir esto con vosotros.

Jesucristo nos salva y libera dándonos todo, y este todo es su Comunión con el Padre en el Espíritu. Este es el verdadero don de la Navidad, el don más grande que podemos recibir y que podemos intercambiar, el don que no se agotará jamás.

En la oración y en el amor fraterno, intercambiamos el don de la Comunión de Dios, ¡y que este don sea nuestra alegría más plena!

1 comentario:

  1. El Capítulo General, como experiencia y como palabra, nos ha hecho una fuerte llamada a realizar esta tarea, a vivir esta vocación y misión. Ayudadme a serviros en esto y a vivir esto con vosotros.




    Jesucristo nos salva y libera dándonos todo, y este todo es su Comunión con el Padre en el Espíritu. Este es el verdadero don de la Navidad, el don más grande que podemos recibir y que podemos intercambiar, el don que no se agotará jamás.




    En la oración y en el amor fraterno, intercambiamos el don de la Comunión de Dios, ¡y que este don sea nuestra alegría más plena!

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