La doctrina ascética del monacato primitivo puede reducirse a tres puntos fundamentales: el combate espiritual, las armas para el mismo y los frutos de la victoria.
Hoy hablaremos del primero de ellos
El combate espiritual: El rasgo que mejor caracteriza la espiritualidad de los primeros monjes es su concepción de la vida cristiana a base de un combate espiritual.
Se diría que habían meditado profundamente, comprendido y gustado las palabras con que San Pablo exhortaba a los fieles de Éfeso: "Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo...Tomad la armadura de Dios...revestíos la coraza de la justicia...tomad el escudo de la fe, el yelmo de la salvación y la espada del espíritu" (Ef 6, 11-17), o también la orden que daba a su discípulo Timoteo: "Combate los buenos combates de la fe" (1 Tim 6,12) y que habían sido la regla de su propia vida: "He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe" (2 Tim 4, 7).
En este sentido de lucha espiritual y de vigilancia, esencial al cristianismo, se había mantenido constantemente en la iglesia, y el eco del mismo se hallará en los Apotegmas (o sentencias) ya que se manifestó con una fuerza particular en la vida y la doctrina de los primeros monjes, que son como su encarnación viviente. Los enemigos contra los que combatían eran los vicios y los demonios.
Los vicios: de ordinario se hablaba de ocho vicios, como fuente y síntesis de todos los males. El principal mérito en la enumeración de estos ocho vicios, corresponde a Evagrio Póntico; Casiano y los otros tratadistas se limitan casi a seguir sus huellas.
Con admirable penetración psicológica, llegó Evagrio a esta conclusión: los centenares de sugestiones, que conoce y enumera, se reducen, finalmente a los ocho célebres logismoi, que Casiano llamará los ocho vicios principales. He aquí su detalle, según Evagrio:
"Ocho son en total los pensamientos genéricos que comprenden todos los pensamientos: el primero es el de la glotonería (gastrimargía); después viene el de la fornicación (porneía); el tercero es el de la avaricia (phylagyría); el cuarto, el de la tristeza (lypé); el quinto, el de la cólera (orgé); el sexto, el de la acedía (akedía); el séptimo, el de la vanagloria (xenodoxía); el octavo, el orgullo (hyperephanía)".
Al mencionar en primer término las pasiones más corporales, Evagrio reconocía el origen somático de los dos vicios de la glotonería y la lujuria, que no son más que desviaciones de los dos instintos primordiales de la conservación de la persona y la conservación de la especie.
Además, aunque no lo diga explícitamente, hemos de notar que reparte sus ocho logismoi según los dos grandes principios de las pasiones: los tres primeros pertenecen al apetito concupiscible (epithyanía), y los cinco últimos al apetito irascible (thymós).
Podemos agregar que se consideraba a los dos últimos los más difíciles de desarraigar: la vanagloria y el orgullo, que es doble: el orgullo de la carne, propio de los principiantes, que lleva a la desobediencia, a la envidia y a la crítica; y el orgullo del espíritu, que ataca a los más avanzados para impedirles llegar a la perfección llevándoles a presumir de sus fuerzas y a despreciar la gracia.
El demonio: En el desierto se atribuía frecuentemente al demonio casi todas las desdichas y dificultades espirituales y, sin duda, había en ello no poco de exageración. Sin embargo, el demonio intervenía frecuentemente contra ellos, ya con simples tentaciones (acción sobre los sentidos internos), ya con obsesiones (acción sobre los sentidos externos), ya con ilusiones (representaciones sutiles del mal bajo apariencia de bien).
Acá es donde intervenían los Ancianos, los más experimentados en la lucha, los que conocían bien las "costumbres" del demonio y enseñaban a los principiantes, a los jóvenes, la manera de prevenir sus ataques, de reconocerlos y resistirlos.
Hemos visto que la doctrina ascética del monacato primitivo puede reducirse a tres puntos fundamentales: el combate espiritual, las armas para el mismo y los frutos de la victoria. El lunes 28 vimos el combate espiritual y ahora citaremos las armas para el mismo.
Las armas: Las principales con que contaban para triunfar en sus combates espirituales eran la oración, el trabajo y el ayuno:
Las oración: Era su obligación fundamental ya que habían marchado al desierto y a la soledad para entregarse al trato continuo con Dios. La oración estaba perfectamente regulada, para la mañana, mediodía y la tarde de cada día.
Fuera de la sinaxis litúrgica hebdomadaria, se la dejaba a la iniciativa de los anacoretas y consistía, sobre todo, en el canto de los salmos, al que muchos dedicaban varias horas del día y de la noche. El pensamiento de Dios acompañaba al monje en todas partes y en ello veían la principal fuente de energía para vencer las pasiones.
El trabajo: Ellos partían del principio de que cada cual debía vivir de su trabajo manual, no importaba cuál, y siempre que ese trabajo fuera compatible con las posibilidades que ofrecía el desierto y con las exigencias de oración continua y recogimiento.
Entonces, se fabricaban canastos, cuerdas, esteras, etc, objetos que la colonia se encargaba de vender para procurarse a cambio aquellos productos que necesitaba. Había, a veces, solitarios desocupados, pero, en ese sentido, enfriaban la disciplina espiritual del desierto en una de sus leyes fundamentales.
El ayuno: La frugalidad se consideraba aún más importante que el trabajo para sujetar la carne al espíritu. El ayuno consistía en hacer una sola comida al día. Estaba perfectamente reglamentado entre los cenobitas pero, entre los anacoretas, se dejaba librado al fervor de cada uno. Gran número de ellos ayunaban todos los días; algunos comían tan sólo cada dos, tres, cuatro y hasta cinco días. Los ejemplos de los grandes ascetas arrastraban a los menos ardientes.
Hemos visto que la doctrina ascética del monacato primitivo puede reducirse a tres puntos fundamentales: el combate espiritual, las armas para el mismo y los frutos de la victoria. Hoy finalizamos con los frutos de este combate espiritual y nos encomendamos a la misericordia de Dios Que su gracia nos haga contemplarle a Él, nuestro Dios y Señor, siendo capaces de reconocer quien somos ante Él.
Los frutos de la victoria: fortalecidos por ésta lucha contra el demonio y contra sí mismos, los ascetas llegaban, poco a poco, a la apatheia. Ésta palabra fue, originariamente tomada de los estoicos, pero tiene su significación muy cristiana que reúne al dominio de sí mismo y la paz espiritual. No se trata de la insensibilidad de aquellos filósofos ni de la indolencia de los quietistas. Los más adelantados en la ascesis, lejos de renunciar a las austeridades o al trabajo, se entregaban a ello con fervor para asegurar el pleno desenvolvimiento de la vida del espíritu.
La apatheia, les permitía entregarse más plenamente a la contemplación de los bienes eternos, ya poseídos en esperanza. De allí proviene esa impresión de alegría profunda o de plenitud espiritual, al mismo tiempo que de fortaleza, que se desprende de los relatos, conservados de estas almas tan abiertas y ricas en medio del más absoluto desprendimiento de los bienes de la tierra.
Si bien de por sí dichos relatos, a pesar de ser maravillosos, sorprendentes y pintorescos, no ofrecen una plena garantía, debemos hacer notar que la psicología que suponen es de altísimo valor. Dicha psicología nos muestra en su conjunto un plantel de almas selectas tendiendo únicamente hacia los bienes del cielo o poseyendo, ya desde aquí abajo, la anticipación de los mismos.
El esfuerzo de la oración
Orar sin descansar. Es el gran gozo del monje, su bien más preciado: buscar en la Escritura las palabras de vida del Señor, y responder orando con el júbilo del corazón, con la plegaria de intercesión por todos los hombres, con la alabanza de la omnipotencia divina, con la confesión de la propia debilidad y con el amor de quien se sabe amado por el Altísimo.
Puede que haya otras actividades más urgentes o provechosas. Sin embargo, sólo la oración nos une a quien es nuestro fin último y definitivo; sólo en la oración se saborea el amor que nos ha creado; sólo por medio de la oración logramos la iluminación de la Sabiduría. ¿Cómo orar?
No es complicado. Simplemente hay que escuchar la Palabra que Dios nos ha dirigido desde su eternidad; confiar en que él es el Padre que nos ha permitido acceder a él por medio de su Hijo, la Palabra encarnada, Jesús nuestro Salvador; y permitir al Espíritu Santo que nos inunde de amor y nos una en perfecta caridad al gozo de la Trinidad.
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