miércoles, 30 de septiembre de 2015

EL PAPA EN LA ZONA CERO

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A CUBA, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
Y VISITA A LA SEDE DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

(19-28 DE SEPTIEMBRE DE 2015)
ENCUENTRO INTERRELIGIOSO EN EL MEMORIAL DE LA ZONA CERO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
 
 

 


 
Me produce distintos sentimientos, emociones, estar en la Zona Cero donde miles de vidas fueron arrebatadas en un acto insensato de destrucción.

Aquí el dolor es palpable. El agua que vemos correr hacia ese centro vacío nos recuerda todas esas vidas que se fueron bajo el poder de aquellos que creen que la destrucción es la única forma de solucionar los conflictos.

Es el grito silencioso de quienes sufrieron en su carne la lógica de la violencia, del odio, de la revancha.

Una lógica que lo único que puede causar es dolor, sufrimiento, destrucción, lágrimas.

El agua cayendo es símbolo también de nuestras lágrimas. Lágrimas por las destrucciones de ayer, que se unen a tantas destrucciones de hoy.

Este es un lugar donde lloramos, lloramos el dolor que provoca sentir la impotencia frente a la injusticia, frente al fratricidio, frente a la incapacidad de solucionar nuestras diferencias dialogando.

En este lugar lloramos la pérdida injusta y gratuita de inocentes por no poder encontrar soluciones en pos del bien común. Es agua que nos recuerda el llanto de ayer y el llanto de hoy.

Hace unos minutos encontré a algunas familias de los primeros socorristas caídos en servicio.

En el encuentro pude constatar una vez más cómo la destrucción nunca es impersonal, abstracta o de cosas; sino, que sobre todo, tiene rostro e historia, es concreta, posee nombres.

En los familiares, se puede ver el rostro del dolor, un dolor que nos deja atónitos y grita al cielo.

Pero a su vez, ellos me han sabido mostrar la otra cara de este atentado, la otra cara de su dolor: el poder del amor y del recuerdo. Un recuerdo que no nos deja vacíos.

El nombre de tantos seres queridos están escritos aquí en lo que eran las bases de las torres, así los podemos ver, tocar y nunca olvidar.
Aquí, en medio del dolor lacerante, podemos palpar la capacidad de bondad heroica de la que es capaz también el ser humano, la fuerza oculta a la que siempre debemos apelar.

En el momento de mayor dolor, sufrimiento, ustedes fueron testigos de los mayores actos de entrega y ayuda.

Manos tendidas, vidas entregadas. En una metrópoli que puede parecer impersonal, anónima, de grandes soledades, fueron capaces de mostrar la potente solidaridad de la mutua ayuda, del amor y del sacrificio personal.

En ese momento no era una cuestión de sangre, de origen, de barrio, de religión o de opción política; era cuestión de solidaridad, de emergencia, de hermandad. Era cuestión de humanidad.

Los bomberos de Nueva York entraron en las torres que se estaban cayendo sin prestar tanta atención a la propia vida. Muchos cayeron en servicio y con su sacrificio permitieron la vida de tantos otros.

Este lugar de muerte se transforma también en un lugar de vida, de vidas salvadas, un canto que nos lleva a afirmar que la vida siempre está destinada a triunfar sobre los profetas de la destrucción, sobre la muerte, que el bien siempre despertará sobre el mal, que la reconciliación y la unidad vencerán sobre el odio y la división.
 
En este lugar de dolor y de recuerdo, me llena de esperanza la oportunidad de asociarme a los líderes que representan las muchas tradiciones religiosas que enriquecen la vida de esta gran ciudad.

Espero que nuestra presencia aquí sea un signo potente de nuestras ganas de compartir y reafirmar el deseo de ser fuerzas de reconciliación, fuerzas de paz y justicia en esta comunidad y a lo largo y ancho de nuestro mundo.

En las diferencias, en las discrepancias, es posible vivir un mundo de paz. Frente a todo intento uniformizador es posible y necesario reunirnos desde las diferentes lenguas, culturas, religiones y alzar la voz a todo lo que quiera impedirlo. Juntos hoy somos invitados a decir «no» a todo intento uniformante y «sí» a una diferencia aceptada y reconciliada.

Y para eso necesitamos desterrar de nosotros sentimientos de odio, de venganza, de rencor.

Y sabemos que eso solo es posible como un don del cielo.

Aquí, en este lugar de la memoria, cada uno a su manera, pero juntos, les propongo hacer un momento de silencio y oración. Pidamos al cielo el don de empeñarnos por la causa de la paz.

Paz en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras escuelas, en nuestras comunidades.

Paz en esos lugares donde la guerra parece no tener fin. Paz en esos rostros que lo único que han conocido ha sido el dolor.

Paz en este mundo vasto que Dios nos lo ha dado como casa de todos y para todos.  Tan solo, PAZ. Oremos en silencio.
[momento de silencio]

Así, la vida de nuestros seres queridos no será una vida que quedará en el olvido, sino que se hará presente cada vez que luchemos por ser profetas de construcción, profetas de reconciliación, profetas de paz.
 


el papa en ee.uu.




 
SANTA MISA DE CLAUSURA
DEL VIII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
B. Franklin Parkway, Filadelfia Domingo 27 de septiembre de 2015
 


Hoy la Palabra de Dios nos sorprende con un lenguaje alegórico fuerte que nos hace pensar.

Un lenguaje alegórico que nos desafía pero también estimula nuestro entusiasmo.

En la primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del pueblo están profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un mandato.

En el Evangelio, Juan dice a Jesús que los discípulos le han impedido a un hombre sacar espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene la sorpresa: Moisés y Jesús reprenden a estos colaboradores por ser tan estrechos de mente.

¡Ojalá fueran todos profetas de la Palabra de Dios! ¡Ojalá que cada uno pudiera obrar milagros en el nombre del Señor!

Jesús encuentra, en cambio, hostilidad en la gente que no había aceptado cuanto dijo e hizo.

Para ellos, la apertura de Jesús a la fe honesta y sincera de muchas personas que no formaban parte del pueblo elegido de Dios, les parecía intolerable.

Los discípulos, por su parte, actuaron de buena fe, pero la tentación de ser escandalizados por la libertad de Dios que hace llover sobre «justos e injustos» (Mt 5,45), saltándose la burocracia, el oficialismo y los círculos íntimos, amenaza la autenticidad de la fe y, por tanto, tiene que ser vigorosamente rechazada.

Cuando nos damos cuenta de esto, podemos entender por qué las palabras de Jesús sobre el escándalo son tan duras.

Para Jesús, el escándalo intolerable es todo lo que destruye y corrompe nuestra confianza en este modo de actuar del Espíritu.

Nuestro Padre no se deja ganar en generosidad y siembra. Siembra su presencia en nuestro mundo, ya que «el amor no consiste en que nosotros hayamos amado primero a Dios, sino en que Él nos amó primero» (1Jn 4,10).

Amor que nos da la certeza honda: somos buscados por Él, somos esperados por Él.

Esa confianza es la que lleva al discípulo a estimular, acompañar y hacer crecer todas las buenas iniciativas que existen a su alrededor.

Dios quiere que todos sus hijos participen de la fiesta del Evangelio. No impidan todo lo bueno, dice Jesús, por el contrario, ayúdenlo a crecer.

Poner en duda la obra del Espíritu, dar la impresión que la misma no tiene nada que ver con aquellos que «no son parte de nuestro grupo», que no son «como nosotros», es una tentación peligrosa.

No bloquea solamente la conversión a la fe, sino que constituye una perversión de la fe.

La fe abre la «ventana» a la presencia actuante del Espíritu y nos muestra que, como la felicidad, la santidad está siempre ligada a los pequeños gestos. «El que les dé a beber un vaso de agua en mi nombre –dice Jesús, pequeño gesto– no se quedará sin recompensa» (Mc 9,41).

Son gestos mínimos que uno aprende en el hogar; gestos de familia que se pierden en el anonimato de la cotidianidad pero que hacen diferente cada jornada.

Son gestos de madre, de abuela, de padre, de abuelo, de hijo, de hermanos. Son gestos de ternura, de cariño, de compasión.

Son gestos del plato caliente de quien espera a cenar, del desayuno temprano del que sabe acompañar a madrugar.

Son gestos de hogar. Es la bendición antes de dormir y el abrazo al regresar de una larga jornada de trabajo.

El amor se manifiesta en pequeñas cosas, en la atención mínima a lo cotidiano que hace que la vida siempre tenga sabor a hogar.

La fe crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por eso, nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias domésticas. Es el lugar propio donde la fe se hace vida y la vida crece en la fe.

Jesús nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el contrario, quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que acompañemos la vida como se nos presenta, ayudando a despertar todos los pequeños gestos de amor, signos de su presencia viva y actuante en nuestro mundo.

Esta actitud a la que somos invitados nos lleva a preguntarnos, hoy, aquí, en el final de esta fiesta: ¿Cómo estamos trabajando para vivir esta lógica en nuestros hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de mundo queremos dejarle a nuestros hijos? (cf. Laudato si’, 160).

Pregunta que no podemos responder sólo nosotros. Es el Espíritu que nos invita y desafía a responderla con la gran familia humana.

Nuestra casa común no tolera más divisiones estériles.

El desafío urgente de proteger nuestra casa incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, porque sabemos que las cosas pueden cambiar (cf. ibid., 13).

Que nuestros hijos encuentren en nosotros referentes de comunión, no de división. Que nuestros hijos encuentren en nosotros hombres y mujeres capaces de unirse a los demás para hacer germinar todo lo bueno que el Padre sembró.
De manera directa, pero con afecto, Jesús dice: «Si ustedes, pues, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13)

Cuánta sabiduría hay en estas palabras. Es verdad que en cuanto a bondad y pureza de corazón nosotros, seres humanos, no tenemos mucho de qué vanagloriarnos. Pero Jesús sabe que, en lo que se refiere a los niños, somos capaces de una generosidad infinita.

Por eso nos alienta: si tenemos fe, el Padre nos dará su Espíritu.
Nosotros los cristianos, discípulos del Señor, pedimos a las familias del mundo que nos ayuden.

Somos muchos los que participamos en esta celebración y esto es ya en sí mismo algo profético, una especie de milagro en el mundo de hoy, que está cansado de inventar nuevas divisiones, nuevos quebrantos, nuevos desastres.

Ojalá todos fuéramos profetas. Ojalá cada uno de nosotros se abriera a los milagros del amor para el bien de su propia familia y de todas las familias del mundo –y estoy hablando de milagros de amor-, y poder así superar el escándalo de un amor mezquino y desconfiado, encerrado en sí mismo e impaciente con los demás.

Les dejo como pregunta para que cada uno responda –porque dije la palabra “impaciente”-: ¿En mi casa se grita o se habla con amor y ternura? Es una buena manera de medir nuestro amor.

Qué bonito sería si en todas partes, y también más allá de nuestras fronteras, pudiéramos alentar y valorar esta profecía y este milagro.

Renovemos nuestra fe en la palabra del Señor que invita a nuestras familias a esta apertura; que invita a todos a participar de la profecía de la alianza entre un hombre y una mujer, que genera vida y revela a Dios.

Que nos ayude a participar de la profecía de la paz, de la ternura y del cariño familiar.

Que nos ayude a participar del gesto profético de cuidar con ternura, con paciencia y con amor a nuestros niños y a nuestros abuelos.

Todo el que quiera traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a alegrarse por cada acción que tenga como propósito vencer el mal –una familia que muestra que el Espíritu está vivo y actuante– y encontrará gratitud y estima, no importando el pueblo o la religión, o la región, a la que pertenezca.

Que Dios nos conceda a todos ser profetas del gozo del Evangelio, del Evangelio de la familia, del amor de la familia, ser profetas como discípulos del Señor, y nos conceda la gracia de ser dignos de esta pureza de corazón que no se escandaliza del Evangelio. Que así sea.

martes, 29 de septiembre de 2015

Cuando vuelvas, Señor, ¡qué bello día!


El poder de la esperanza
 




En el libro Sobrevivir, escrito por Vitus Droscher, y en el capítulo El estrés en los animales, se hace referencia a un experimento científico realizado en la ciudad de Mainz, Alemania.
 
En primer lugar, una rata fue arrojada sorpresivamente a un estanque de agua. Antes de tres minutos había muerto de angustia; no pereció ahogada, sino de un ataque al corazón.
 
Luego fue arrojada al agua una segunda rata, pero ni bien cayó al estanque se le tiró una tablita salvadora y, así, braceando sobre la tabla flotó por diecisiete minutos.
 
Se la sacó, se la dejó descansar y luego se la volvió a poner en el agua, pero apoyada desde el mismo comienzo en la tabla salvadora. Continuó nadando durante siete horas. Luego murió por el agotamiento, pero no de angustia. Los científicos llegaron a esta conclusión; cuando se tiene la esperanza de sobrevivir, tanto la vida de los animales como la de los seres humanos se prolonga.

En verdad, la esperanza es lo que le da sentido a la vida. Inunda nuestro ser con la certeza de que se alcanzarán nuestros más íntimos deseos. Por ejemplo, la madre mira a su bebé con la esperanza de que crezca sano y bueno.
 
Los novios van al altar esperando lo mejor en su vida matrimonial. Prácticamente todos los viajes y negocios son alentados por la esperanza de lograr el éxito. Vamos al médico con la esperanza de que nos vamos a sanar.

Ciertamente, vivimos por lo que esperamos. Pero muchas veces nos pasa lo que le ocurrió a la primera rata del experimento. Caemos al agua, sin que aparentemente exista una tablita salvadora para apoyarnos.
 
De golpe perdemos el trabajo, o uno de nuestros hijos es atropellado por un auto y queda paralítico; o de pronto --después de 20 años de casados-- la vida matrimonial pierde su encanto. O lo que es peor, vamos al médico en un examen de rutina y se nos descubre que en un rincón de nuestro cerebro se anida un tumor maligno que es inoperable.

Y, por supuesto, nos deprimimos, nos angustiamos y hasta nos desesperamos. Y si somos creyentes, clamamos al Señor y nos atrevemos a protestar, diciendo: ¿Por qué, Señor? ¿Por qué a mí me ocurre esto? ¿No he sido todos estos años un fiel hijo, una fiel hija tuya? ¿No he defendido y apoyado tu causa de todo corazón? ¿Por qué, Señor?

Para nuestra orientación y bienestar espiritual, repasemos la experiencia del patriarca Job. Según el registro bíblico, en un principio todo le iba bien a Job.
 
Tenía muy buena reputación, era recto, temeroso de Dios y conocido como el más grande de todos los orientales. Su hogar estaba enriquecido con siete hijos y tres hijas. Además, Job era sumamente rico: tenía siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas y muchísimos criados.

Pero de pronto, Dios permitió que Job fuese azotado por las pruebas. Como un terrible vendaval, cayeron sobre él y los suyos las calamidades más espantosas. Sus criados repentinamente fueron muertos a filo de espada por los sabeos (Job 1:13).
 
Luego descendió fuego del cielo que consumió ovejas y pastores (vers. 16). Después, los caldeos se llevaron los camellos y mataron a casi el resto de sus criados (vers. 17).
 
Entonces, un ciclón desplomó la casa donde estaban sus hijos e hijas, y todos murieron (vers. 18). Por si fuera poco, una sarna o llaga espantosa cubrió el cuerpo de Job de pies a cabeza. En su dolor se rascaba con una teja (Job 2:7). Su esposa lo increpó, diciéndole: "Maldice a Dios y muere" (Job 2:9) y sus llamados amigos Elifaz, Bildad y Zofar lo censuraron, diciéndole que su situación era una consecuencia de sus pecados.

Pero, a pesar de todo, Job levantó su voz con un grito de victoria y esperanza. Dice así: "Quién diera que mis palabras fueran escritas.
 
Quién diera que se escribieran en un libro. Que con cincel de hierro y con plomo fueran en piedra esculpidas para siempre". Y añade, "Yo sé que mi Redentor vive, y que al fin se levantará sobre la tierra. Y después, revestido de mi piel, estando en mi cuerpo veré a Dios. Yo mismo lo veré. Mis propios ojos y no otro. Cómo lo anhela mi corazón dentro de mí" (Job 19:23-27).

Job, conocido como el sufrido y paciente patriarca, que prácticamente lo perdió y lo sufrió todo --perdió sus hijos, su casa, sus bienes, la lealtad de su esposa, la comprensión de sus amigos y aún perdió su salud--, a pesar de todas sus pruebas y dolores debiera ser recor dado como aquel que fue sostenido por una confianza plena en Dios y que sobrevivió por una esperanza viva en Jesucristo. Job expresó su certeza de que, al fin de todo, con un cuerpo transformado habría de ver a Dios con sus propios ojos.
 
El don de la esperanza le había dado la victoria. ¿Cuál era el secreto de una esperanza semejante?

Como vimos, en su hora de dolor más angustiosa, Job pudo decir: "Yo sé que mi Redentor vive...y por lo tanto, seré transformado y lo veré con mis ojos". La verdadera, la única esperanza se apoya en el Redentor que murió en la cruz y al tercer día resucitó.

Sí, la esperanza en el triunfo del bien y en la transformación de este planeta, la esperanza en una tierra nueva y perfecta, la esperanza de que los justos gozarán la salvación y la vida eterna, y la bendita esperanza de ver cara a cara al Señor Jesús...sí, toda esta suma de esperanzas y deseos se apoyan y dependen de la sublime realidad de que Jesucristo estuvo en esta tierra, murió, resucitó y ascendió victorioso a los cielos.

La fórmula bíblica para mantener viva la esperanza, es pasar por el Calvario. Existe una íntima relación entre la primera y la segunda venida de Cristo. Dice el apóstol San Pablo: "Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan" (Hebreos 9:28).

La esperanza en la segunda venida de Cristo se apoya y depende de la obra realizada por Jesús en su primera venida. La cruz garantiza la corona. Este mundo le pertenece a él. Él prometió volver, y por lo tanto volverá.

En última instancia, la esperanza es encendida por el amor de Dios en Cristo Jesús. El amor divino es el fuego más poderoso para que nuestro corazón arda con la llama de la esperanza. Leamos 1 S. Juan 3:1-3: "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.
 
Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro".

Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, exhorta el apóstol. Deténgase, no se apresure, no se ensimisme en su pequeño mundo. Levante sus ojos...hay vida en mirar a la santa cruz. ¿Cuándo mirar a Jesús? Cuando el mundo nos hechice, cuando la culpa nos agobie, cuando los amigos nos chasqueen, cuando la enfermedad nos torture, cuando Satanás nos acose.

Y agrega el apóstol, "mirad cuál amor". Es un amor glorioso, leal, abnegado...Dios ama lo inútil, lo inservible. "Palabra fiel y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero" (1 Timoteo 1:15). Jesús no escatimó nada para salvarnos. Dio su vida y su sangre.

¿Cuál es mi respuesta al amor de Dios? El pasaje inspirado dice: "Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro" (versículos 2 y 3).

Dice el discípulo amado: "Ahora somos hijos de Dios. Pero luego seremos transformados. Llegaremos a ser semejantes a él". El cuerpo de nuestra bajeza será transformado a la semejanza del cuerpo de Jesús.

"Lo veremos como él es". Sin ninguna distorsión. Lo veremos cara a cara. Sus manos, su mirada, su voz. Oiremos de sus labios el relato de la cruz... La esperanza en Jesús nos asegura un final maravilloso. El que tiene esta esperanza en él, se purifica, como él es puro. En consecuencia, ahora debemos abrir la puerta del corazón a Jesús, para que él entre y lo purifique por completo.

Trabajemos también para apresurar la venida del Señor. El anhelo de ver a Jesús nos impulsará a ser siervos fieles. Dice el apóstol Pedro: "Esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán" (2 S. Pedro 3:12).

Amemos a Cristo y apresuremos su venida en espíritu y en verdad. Seamos fieles y amantes, como el apóstol, quien dijo: "He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, que me dará el Señor, Juez justo, en aquel día. Y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida" (2 Timoteo 4:7, 8).

Movido por la esperanza, el poeta dijo así:

Cuando vuelvas, Señor, en tu hermosura,

de tus santos millares proclamado

Rey eterno, de gloria coronado,

triunfante de la misma sepultura.

Cuando vuelvas, Señor, ¡oh gracia pura!

No más sombras vendrán a nuestra vida;

el alma por tu diestra redimida

gozará de tu lumbre la ventura.

Cuando vuelvas, Señor, ¡qué bello día!

Eterno amanecer de paz y gloria

pondrá punto final a nuestra historia

De miseria, de llantos y agonías...

En tu trono, radiante de alegría,

cantaremos por siempre tu victoria.

El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A CUBA, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
Y VISITA A LA SEDE DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

(19-28 DE SEPTIEMBRE DE 2015)
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Madison Square Garden, Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015
 



Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas partes, no solo de esta ciudad, sino del mundo entero.

En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1).

El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus equivocaciones, sus miedos y sus oportunidades. Ese pueblo ha visto una gran luz.

El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras, ese pueblo ha visto una gran luz.

El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz.

Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón.

Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz».

Una de las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer.

Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad.

Con el profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.

Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, tradiciones e historias.

La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos.

A su vez, las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría.

En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad –los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor.

Y se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.

Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad.

Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de rutinas sensacionalistas.

Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde nos toque vivir y actuar.

Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad. Porque Dios está en la ciudad.

¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales?

El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló de la luz, que es Jesús.

Y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también esa sea nuestra vida.

«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?».

El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir.

Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen.

Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo.
«Dios fuerte».

En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a santa Teresa de Jesús.

«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor.

Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo.

Esto es lindo. Un abrazo que busca asumir, busca purificar y elevar la dignidad de sus hijos.

Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is 61,1).

«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una vida sin rostros, una vida vacía y nos introduce en la escuela del encuentro.

Nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.

Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades. Y Dios y la Iglesia, que viven en nuestras ciudades, quieren ser fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y nosotros, cristianos, somos testigos.

Afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos.

VISITA AL CONGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Washington D.C.
Jueves 24 de septiembre de 2015
 



Señor Vicepresidente,
Señor Presidente,
Distinguidos Miembros del Congreso,
Queridos amigos:


Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en esta sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres y en la patria de los valientes».

Me gustaría pensar que lo han hecho porque también yo soy un hijo de este gran continente, del que todos nosotros hemos recibido tanto y con el que tenemos una responsabilidad común.

Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social. La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación.

Ustedes son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante y exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política.

La sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros, especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o riesgo.

La actividad legislativa siempre está basada en la atención al pueblo. A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.

Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de unidad por medio de una legislación justa.

Por otra parte, la figura de Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y semejanza plasmada por Dios en cada rostro.

En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto con sus Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar con miles de hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente, para llevar el pan a su casa, para ahorrar y –poco a poco– conseguir una vida mejor para los suyos.

Que no se resignan solamente a pagar sus impuestos, sino que –con su servicio silencioso– sostienen la convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio de iniciativas espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan paliar el dolor de los más necesitados.

Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos.

Sé que son muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los adultos.

Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir de la memoria de su pueblo.

Mi visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de buena voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres norteamericanos.

Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades propias de los seres humanos, con sus muchas diferencias y límites, estos hombres y mujeres apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar un futuro mejor.

Con su vida plasmaron valores fundantes que viven para siempre en el alma de todo el pueblo. Un pueblo con alma puede pasar por muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad.

Estos hombres y mujeres nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad. Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en el hoy de cada día, nuestras reservas culturales.

Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos en el  ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad».

Construir un futuro de libertad exige amor al bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante situación social y política de nuestro tiempo.

El mundo es cada vez más un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración individual o de extremismo ideológico.

Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar.

Y, por otra parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme usar la expresión: en justos y pecadores.

El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos.

Sabemos que en el afán  de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.

Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy.

También en el mundo desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas aparecen con mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos.

Ir hacia delante juntos, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad, cooperando con entusiasmo al bien común.
El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la historia de los Estados Unidos.

La complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío exige poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos en sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de conciencia.

En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido una gran ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo escuchada.

Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y consensos sociales.

Apelo aquí a la historia política de los Estados Unidos, donde la democracia está radicada en la mente del Pueblo.

Toda actividad política debe servir y promover el bien de la persona humana y estar fundada en el respeto de su dignidad. «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos está la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» (Declaración de Independencia, 4 julio 1776).

Si es verdad que la política debe servir a la persona humana, se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social.

No subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo.

En esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por realizar el «sueño» de plenos derechos civiles y políticos para los afro-americanos.

Su sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro de que Estados Unidos siga siendo para muchos la tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción, a la participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más profundo y auténtico hay en los pueblos.

En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad.

Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros.

Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados.

A estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento.

Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente.

Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las nuevas generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda a los «vecinos», a todo lo que nos rodea.

Construir una nación nos lleva a pensarnos siempre en relación con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.

Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los tiempos de la II Guerra Mundial.

Lo que representa grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros hijos?

No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación.

Una respuesta que siempre será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).

Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados.

Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados.

En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades.

El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.

Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la pena de muerte.

Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad inalienable y la sociedad sólo puede  beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de la pena capital.

No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y aliento a cuantos están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.

En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.

¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo! ¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del tercer milenio para sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que comparten mi convicción de que todavía se debe hacer mucho más y que, en momentos de crisis y de dificultad económica, no se puede perder el espíritu de solidaridad internacional.

Al mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar cuán cercanos a nosotros son hoy los prisioneros de la trampa de la pobreza. También a estas personas debemos ofrecerles esperanza.

La lucha contra la pobreza y el hambre ha de ser combatida constantemente, en sus muchos frentes, especialmente en las causas que las provocan.

Sé que gran parte del pueblo norteamericano hoy, como ha sucedido en el pasado, está haciéndole frente a este problema.
No es necesario repetir que parte de este gran trabajo está constituido por la creación y distribución de la riqueza.

El justo uso de los recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía que busca ser moderna pero especialmente solidaria y sustentable. «La actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’, 129).

Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la Encíclica que he escrito recientemente para «entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común» 

 «Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos» (ibíd., 14).

En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable para «reorientar el rumbo» (N. 61) y para evitar las más grandes consecuencias que surgen del degrado ambiental provocado por la actividad humana.

Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que los Estados Unidos –y este Congreso– están llamados a tener un papel importante. Ahora es el tiempo de acciones valientes y de estrategias para implementar una «cultura del cuidado»  y una «aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza» (ibíd., 139).

La libertad humana es capaz de limitar la técnica (cf. ibíd., 112); de interpelar «nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes instituciones académicas y de investigación pueden hacer una contribución vital en los próximos años.

Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en palabras del Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje cisterciense Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para muchos.

En su autobiografía escribió: «Aunque libre por naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo al cual había venido, también fui prisionero de mi propia violencia y egoísmo.

El mundo era trasunto del infierno, abarrotado de hombres como yo, que le amaban y también le aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con temor y ansias desesperadas y enfrentadas».

Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.

En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se han realizado en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado.

Es mi deber construir puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y mujeres puedan hacerlo.

Cuando países que han estado en conflicto retoman el camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido por motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos.

Esto ha requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los intereses de todos, toma el momento con un espíritu abierto y pragmático.

Un buen político opta siempre por generar procesos más que por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz significa estar verdaderamente determinado a atenuar y, en último término, a acabar con los muchos conflictos armados que afligen nuestro mundo.

Y sobre esto hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué las armas letales son vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas.

Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños: Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.

Terminaré mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el Encuentro Mundial de las Familias.

He querido que en todo este Viaje Apostólico la familia fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha sido la familia en la construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo de nuestro apoyo y aliento.

No puedo esconder mi preocupación por la familia, que está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia.

No puedo más que confirmar no sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la belleza de vivir en familia.
De modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos componentes de la familia que parecen ser los más vulnerables, es decir, los jóvenes.

Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables posibilidades, muchos otros parecen desorientados y sin sentido, prisioneros en un laberinto de violencia, de abuso y desesperación. Sus problemas son nuestros problemas.

No nos es posible eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más allá del simple tratamiento nominal de las cuestiones.

Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una familia.

Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton.

Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América.

 
Palabras improvisadas por el Papa en al terraza del Congreso
Buenos días a todos Ustedes. Les agradezco su acogida y su presencia. Agradezco los personajes más importantes que hay aquí: los niños. Quiero pedirle a Dios que los bendiga. Señor, Padre nuestro de todos, bendice a este pueblo, bendice a cada uno de ellos, bendice a sus familias, dales lo que más necesiten. Y les pido, por favor, a Ustedes, que recen por mí.

Y, si entre ustedes hay algunos que no creen, o no pueden rezar, les pido, por favor, que me deseen cosas buenas. Thank you. Thank you very much. And God bless America.