sábado, 21 de noviembre de 2015

Dios es belleza

 
 
 
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La belleza de Dios: La teología de la gracia y la gracia de la teología

 
La teología, sin perder su rigor intelectual, está llamada a ser un acto de adoración.
 
 
 
La belleza de Dios: La teología de la gracia y la gracia de la teología
 
 
 
Desde hace muchos años me he sentido convencido, cada vez más, de que la teología evangélica, como teología de la sobreabundante gracia de Dios, debe también sobreabundar en gracia en su estilo teológico.
 
El paradigma cristológico para todo teólogo es el Verbo encarnado, que vino «lleno de gracia (incluso su aspecto estético) y de verdad» (aspecto ético) de modo que en él «vimos la gloria de Dios» (Jn 1.14). Más allá de la ley —o de nuestra seca teología sistemática—, Cristo trajo la gracia y la verdad de su Padre, «y de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia» (1.16s).
 
Más que un concepto
 
La gracia es más que un concepto abstracto teológico; lleva en sí amabilidad, belleza, encanto. Según el profesor H. H. Esser de Muenster, «los términos de la raíz griega jar indican lo que produce agrado» (Coenen 2:236)(1).
 
En griego clásico, muchas veces jaris era intercambiable con jara (gozo) y jairô (gozar), para referirse a lo que se deleita en lo bello. Se usaba para referirse a la hermosura de una mujer bella, como la esposa de Hefaisto, o de «las siete Gracias» que repartían la belleza, la elegancia y el encanto entre los seres humanos(2). A veces describía una manera hermosa y agradable de hablar, un lenguaje encantador (Lc 4.22; Col 4.6; Ef 4.29).
 
El teólogo contemporáneo que más ha reflexionado sobre la belleza de Dios, y por eso la teología, es Karl Barth, sobre todo en su exposición de la gloria de Dios (Church Dogmatics II/1 640-677).
 
Barth ve la belleza de Dios subordinada a su revelación, como «la figura y forma» de su automanifestación, «con la que nos ilumina y nos convence y nos persuade»(3). En su revelación, «Dios es bello, divinamente bello, bello a su propia manera» (650). «Dios actúa como aquel que da placer, crea deseo y la premia con el goce de lo deseado» (651). Dios se revela así y actúa así, porque es así, porque es bello y deseable, lleno de goce (ibid).
 
Siglos antes de Karl Barth, San Agustín expresó esta verdad en un testimonio conmoveder, citado por Barth en su exposición:
 
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!  He aquí, tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba, y sobre esas hermosuras que tú creaste me arrojaba deforme. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Me tenían lejos de tí aquellas cosas, que, si no estuvieran en ti, no existirían. Pero tú llamaste y clamaste y rompiste mi sordera. Relampagueaste y resplandeciste y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste fragancia, la respiré y anhelo por ti. Gusté y ahora tengo hambre y sed de tí. Me tocaste, y encendí en deseos de tu paz. (Confesiones 10.27).
 
Aquí encontramos la razón más profunda, fundamentada en la misma persona de Dios, para la estética del discurso teológico evangélico. Como reflexión sobre la gracia y la gloria de Dios —y ojalá, reflejo de ellas— la teología debe ser la más bella de todas las disciplinas intelectuales. Por tradición, la han descrito como «la reina de las ciencias»(4), pero casi siempre por la coherencia y la simetría de su sistema racional.
 
Con todo aprecio por el valor estético de una buena argumentación (cf. Anselmo, Cur Deus homo 1.1), es un error ver «el sistema» como el fin y meta del teologizar o de quedar embelesado solo por el brillo racionalista de esa forma tradicional de teologizar. Más bien y sobre todo, su belleza debe reflejar la hermosura de la gracia y la gloria del Dios sobre quien reflexiona y a quien adora.
 
Acto de adoración
 
La teología, sin perder su rigor intelectual, está llamada a ser un acto de adoración. Desde el día de Pentecostés, a los teólogos se nos dio la tarea de que, con los carismas que el Espíritu reparte, explicitemos ante las naciones «las maravillas de Dios» (magnalia dei, Hch 2.11).
 
La teología también está llamada a adorar y servir a Dios «en la hermosura de la santidad» (Sal 29.2; 96.9; 110.3). El anhelo, la tarea y el privilegio de los teólogos es el de «estar en la casa de Yahvéh ... para contemplar la hermosura de Yahvéh, y para inquirir en su templo» (Sal 27.4). La teología debe vivir en continua actitud de adoración.
 
La seriedad académica de la teología, su veracidad y su criticidad, no debe apagar el aspecto de asombro y maravilla en el teologizar. Se ha afirmado, estimo que con razón, que tanto la filosofía como la teología nacieron del asombro: la filosofía, con Tales de Mileto, ante el misterio del cielo y las estrellas; la teología, con la fe, ante el misterio de Dios y la salvación.
 
La modernidad, a partir de Descartes, suplantó ese punto de partida por otro, que era la duda. (5) Aun si ese método cartesiano de la duda sistémica pudiera poseer mucho valor para otras disciplinas, para la teología es una trampa fatal. La buena teología parte de la fe (Agustín, Anselmo), después sujeta sus conceptos a los fuegos del más riguroso examen crítico hasta forjar convicciones firmes, y termina de nuevo en asombro y adoración.
 
Hacia el amor
 
En último análisis, el teologizar auténtico nace del amor —un profundo amor a Dios, a Cristo, al prójimo, al evangelio, a las Escrituras, a la Iglesia, al reino de Dios y (en nuestro caso) a América Latina. Teologizar es obedecer el mandato del Señor de amar a Dios con toda la mente (Mt 22.37) y de «llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Co 10.5).
 
El móvil supremo del teólogo sigue siendo el del gran teólogo misionero del primer siglo: «El amor de Cristo se ha apoderado de nosotros» (2 Co 5.14 DHH). Para adaptar la descripción que hizo San Agustín del filósofo, podemos afirmar que verus theologus amator Dei est. El antiguo padre expresó con profunda emoción y transparente sinceridad su propia motivación teológica:
 
No es con conciencia dudosa, oh Señor, sino con certeza, que yo te amo. Heriste mi corazón con tu palabra y te he amado. Y de hecho, cielo y tierra, y todo lo que en ellos hay, por todas partes me están diciendo que te he de amar....
 
Cuando amo a mi Dios, estoy amando una cierta luz, una cierta melodía, una cierta fragancia, un cierto manjar y un cierto abrazo —la luz y la melodía y la fragancia y el manjar y el abrazo en el alma, cuando en mi alma resplandece esa luz que no ocupa lugar, suena esa voz que no lo arrebata el tiempo; respiro esa fragancia que ningún viento puede esparcir; recibo ese manjar que no se consume comiéndose; reposo en el abrazo que nunca se disminuye por la saciedad. Todo esto es lo que amo cuando amo a mi Dios. (Confesiones, 10:6).
 
Todo teólogo es un amator Dei, un enamorado de Dios, y no siente vergüenza de confesarlo sino que lleva a cabo todo su quehacer teológico desde ese pozo profundo de amor.
 
El contenido para el artículo se tomó y adaptó del libro Haciendo teología en América Latina, LAM, Visión Mundial, FTL, UBL, 2004, pp. 23–46.
 


 (1) La familia semántica de jar inlcuye jaris, jarizomai, jaritoô, jarisma y el opuesto a todo eso, ajaris. Cf. eujaristos con sentido de placentero, agradable.
(2) H.H. Esser, «Gracia» en Diccionario el teológico del Nuevo Testamento, Lothar Coenen et al, ed. (Salamanca: Sígueme, 1980), tomo II, p.237.
(3) Con subordinar la belleza de Dios a su revelación, Barth evita cuidadosamente cualquier "esteticismo" que pretendería divinizar la belleza o poner encima de Dios una norma de belleza a la cúal el correspondería para ser bello. Barth insiste en que la belleza de Dios no pertenece a su esencia divina sino a su revelación (652).
(4) De todos modos, más que reina, la teología debe ser sierva, siendo a la  vez reina de belleza.
(5) Soeren Kierkegaard, entre otros, elaboró este análisis.
 

1 comentario:

  1. Todo teólogo es un amator Dei, un enamorado de Dios, y no siente vergüenza de confesarlo sino que lleva a cabo todo su quehacer teológico desde ese pozo profundo de amor.

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