Queridos hermanos y hermanas,
En las postrimerías de lo que llamamos tiempo ordinario, la liturgia dominical de la Palabra nos propone unos textos de la Escritura que, con imágenes muy impactantes y con cierto tono de misterio, nos hablan del fin del mundo.
Un fin que, en todos los tiempos de la historia, algunos han predicho como algo inminente.
No sé qué se podían imaginar realmente los oyentes de Jesús ante estas imágenes pero sí tristemente sabemos por los testimonios que han sobrevivido a las bombas atómicas y químicas, los terremotos, los tsunamis, los incendios, las catástrofes naturales o los atentados como el del pasado Viernes en Paris al que un diario el titulaba como "Apocalipsis en el corazón de París" y un largo y doloroso etcétera, lo que ha significado que el cielo se apague, que el espanto y el desastre sean inmensos y que la muerte planee por todas partes.
No sé lo que cada uno de nosotros se puede imaginar ante estas imágenes que llamamos apocalípticas, pero si hemos escuchado o compartido, de nuevo tristemente, testimonios de lo que ha supuesto y sigue suponiendo la pérdida de toda esperanza
en muchos de nuestros contemporáneos, el ser objeto de violencia de todo tipo -sobre todo niños y mujeres-, el perder el trabajo y los recursos y con ellos la dignidad, las enfermedades incurables, ... Para todos estos no es que el sol se ha oscurecido y les
caigan encima las estrellas, es que sus vidas son siempre noche, oscuridad, inseguridad y miedo.
Teniendo en cuenta esto, nos damos cuenta de que ni los profetas ni los evangelistas no pretendían ser unos cronistas anticipados del final de los tiempos. ¿Qué es, pues, lo que pretenden?
En primer lugar, al igual que lo hicieron con sus contemporáneos, ayudarnos a tomar conciencia de la realidad, es decir, de que el mundo es muy frágil y no sólo los elementos naturales como el sol, la luna, las estrellas, ... sino también la propia existencia humana.
Y esta verdad incuestionable no siempre la tenemos presente.
No se trata sin embargo de una simple afirmación y por eso nos escapa el verdadero significado del mundo y de todo lo que existe, de nosotros mismos.
El texto del evangelio de hoy es un texto de toma de conciencia, y por tanto, es también un evangelio sobre la esperanza.
¿Sobre la esperanza? Sí, ya que en el texto que hemos proclamado hay una frase que se podría quedar perdida entre las tribulaciones, las estrellas que caen, las fuerzas del cielo y esta frase es
"cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta".
Para nosotros que vivimos sólo del presente, un presente que siempre ha sido conflictivo, estas palabras abren una puerta en el muro del tiempo, para que podamos mirar más allá. No se trata de anticipar la fecha del futuro, que está en manos de Dios, sino enseñarnos a vivir con profundidad y realismo el tiempo que nos es dado.
El evangelio de hoy no habla del fin del mundo sino del sentido de la historia porque ésta tiene un final.
Se trata de abrir la puerta de nuestras existencias, para que el Hijo del Hombre pueda entrar. Podríamos decir que toda la vida del creyente se encuentra resumida en esto: abrir la puerta una y otra vez, tratando de tener la mesa a punto y sobre todo
compartida con los hermanos especialmente con aquellos para los que sus días son siempre noche, en espera de aquel día en que Él llame y a partir de ese momento sea
Él mismo quien se encargue de hacernos sentar a su mesa.
Cristo está cerca, es la puerta, se encuentra en el umbral o en la periferia de toda existencia humana; se encuentra en el umbral de la Historia. Jesús se nos aparece como una puerta, como un resquicio de luz en los inmensos muros del sufrimiento
significados con las imágenes apocalípticas. Una luz que nos señala las múltiples posibilidades para ser solidarios y para hacer gestos de amor; ya que si el cielo y la
tierra pasarán, en cambio el amor no pasará nunca porque sus palabras, que son expresión del amor de Dios, no pasarán.
La Eucaristía que estamos celebrando es la prenda del amor de Dios por todos y cada uno.
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