la vida monástica
Principios conciliares para la reforma de la liturgia monástica.- Los benedictinos aportaron al Concilio Vaticano II grandes logros en materia litúrgica, gestados desde el inicio del movimiento litúrgico en el siglo XIX. Habían logrado devolver a la liturgia su carácter central en la espiritualidad cristiana, y habían logrado, además, elevarla a la categoría de disciplina teológica fundamental, combinando sus avances con una profundización en las fuentes patrísticas y monásticas de la Antigüedad.
Preocupación de los monjes benedictinos antes del Concilio había sido el hacer posible el acceso de los fieles a la riqueza de la liturgia, a través de traducciones de los textos latinos a los idiomas modernos, haciendo ediciones accesibles de los misales, y publicando revistas especializadas en las que se analizaron hasta el detalle los más variados aspectos de la liturgia.
El Concilio Vaticano II elaboró una Constitución dogmática sobre la Liturgia: la Sacrosanctum Concilium. El principio más importante e innovador de dicho texto era el de la participación activa de los fieles. Además, no sólo se ocupaba de la celebración de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía (aspecto que el Concilio de Trento había abordado en profundidad dentro del contexto de la polémica con los protestantes), sino también la importancia de la celebración del Oficio Divino.
Con respecto a la Eucaristía, se acogieron las principales aportaciones del movimiento litúrgico, y se dispuso una renovación de su celebración, pudiendo traducirse a las lenguas vernáculas para hacerla más accesible al pueblo fiel. Desde una perspectiva teológica, se volvió a situar como concepto fundamental de la celebración eucarística el de memorial del misterio pascual de Jesucristo, arrinconado por el concepto de sacrificio, que había sido el motivo de la polémica con los protestantes, y que había ocupado una posición excesivamente unilateral en la teología litúrgica post-tridentina.
Al mismo tiempo, se insistió en la importancia de la Liturgia de la Palabra, como elemento esencial constitutivo en la celebración eucarística. Estos principios fueron los que el Concilio dispuso habrían de regir la reforma de los libros litúrgicos, labor que el concilio encomendó a una fase posterior.
En cuanto al Oficio Divino, quiso el Concilio que no sólo fuera una labor de clérigos y religiosos, sino que, tal como había sucedido en la Antigüedad, alimentara la espiritualidad y oración de todo el Pueblo de Dios.
Los padres conciliares acogieron, pues, las propuestas del movimiento litúrgico, que consideraba la celebración del Oficio Divino la forma por excelencia de la oración de todos los cristianos, superando la dicotomía entre liturgia y devociones, tan característica de la espiritualidad gestada en la Baja Edad Media, y que se generalizó desde el Concilio de Trento.
Estos principios, contenidos en la Constitución Sacrosanctum Concilium, serán los que se desarrollen en la reforma litúrgica postconciliar, que afectó plenamente, en muchos casos de forma traumática, a la reforma de la liturgia monástica, en una dirección no querida por el movimiento litúrgico.
El monacato benedictino y el Concilio Vaticano II.- Como tantas otras instituciones de la Iglesia Católica, el monacato benedictino llego al Concilio con una apariencia muy brillante, pero con amenazantes sombras en su interior.
Sin embargo, la tradición benedictina aportaba importantes logros, que habrían de jugar un notable papel en el desarrollo conciliar. Desde el siglo XIX se había desarrollado en diversos monasterios un vigoroso movimiento litúrgico, que había profundizado en las fuentes y en la teología, con la finalidad de devolverla la centralidad que le había correspondido en la vida espiritual de la Iglesia.
Los monjes de Solesmes, con la traducción de los textos del Oficio y de la Misa, o con el magnífico comentario de Dom Prospero Geranger (1805-1875) al Año Litúrgico; o los de Beuron, especialmente en la abadía de Maria Laach con su gran teólogo de los misterios Dom Odo Cassel (1886-1948), habían devuelto a la liturgia no sólo su categoría de ciencia teológica sino que, sobre todo, habían vuelto a hacer de ella el gran tesoro de vida espiritual que siempre había sido.
Los monjes de Maredsous se esforzaron en la publicación de las ediciones críticas de los textos de los Padres de la Iglesia y del Monacato, en su célebre colección Fontes Christianorum. Otros muchos monjes, en diversas publicaciones, profundizaron en los enfoques teológicos y espirituales de la Liturgia, que encontraron en el Ateneo de San Anselmo de Roma un centro especializado, que enriqueció a toda la Iglesia.
No es de extrañar, por eso, que de todo este vigoroso movimiento teológico y espiritual surgieran figuras como santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), que partieron de este sustrato típicamente benedictino para alcanzar altas cumbres en la espiritualidad y, por fin, en la santidad.
Desde esta rica posición concurren también los monjes benedictinos a la convocatoria conciliar que realizó el beato papa Juan XXIII. Su aportación, desde los últimos decenios, había sido importante en materia de teología y espiritualidad litúrgica.
Además, las comunidades se habían renovado profundamente, superando las crisis revolucionarias que habían provocado su casi extinción en Europa y habiéndose renovado con respecto a situación de prepotencia económica y estancamiento espiritual de finales del siglo XVIII.
Cuando se abrió el Concilio, se pusieron muchos temas encima de la mesa, sin que la Iglesia tuviera que defenderse y responder a una crisis dogmática, como había sucedido hasta entonces. Más bien, después de las pasadas convulsiones, y en la percepción de los revolucionarios cambios que se estaban produciendo en la existencia humana, la Iglesia percibió la necesidad de actualizarse y acompasarse a los nuevos tiempos.
Los logros conciliares son innegables; ahí están los textos sobre la Iglesia, sobre la Liturgia, sobre la Divina Revelación, sobre el Ecumenismo, sobre la vida sacerdotal y laical.... Pero fue la Constitución Gaudium et Spes la que abriría líneas de actuación que habrían de prevalecer en el desarrollo postconciliar: una decidida presencia social, la opción preferencial por los pobres y el esfuerzo por potenciar a los países en vías de desarrollo.
Con relación a la vida consagrada, se elaboró el decreto Perfectae Caritatis, que intentó impregnar de criterios evangélicos la renovación de una vida religiosa lastrada por criterios rígidamente jurídico-canónicos. Específicamente en relación con la vida monástica, el número 9 de este decreto pedía el mantenimiento de la institución monástica, al tiempo que urgía renovar sus tradiciones caritativas y adaptarlas a las necesidades actuales de los hombres, de manera que los monasterios fueran como semilleros de edificación del pueblo cristiano.
Cuando se abrió el Concilio, se pusieron muchos temas encima de la mesa, sin que la Iglesia tuviera que defenderse y responder a una crisis dogmática, como había sucedido hasta entonces. Más bien, después de las pasadas convulsiones, y en la percepción de los revolucionarios cambios que se estaban produciendo en la existencia humana, la Iglesia percibió la necesidad de actualizarse y acompasarse a los nuevos tiempos.
Los logros conciliares son innegables; ahí están los textos sobre la Iglesia, sobre la Liturgia, sobre la Divina Revelación, sobre el Ecumenismo, sobre la vida sacerdotal y laical.... Pero fue la Constitución Gaudium et Spes la que abriría líneas de actuación que habrían de prevalecer en el desarrollo postconciliar: una decidida presencia social, la opción preferencial por los pobres y el esfuerzo por potenciar a los países en vías de desarrollo.
Con relación a la vida consagrada, se elaboró el decreto Perfectae Caritatis, que intentó impregnar de criterios evangélicos la renovación de una vida religiosa lastrada por criterios rígidamente jurídico-canónicos. Específicamente en relación con la vida monástica, el número 9 de este decreto pedía el mantenimiento de la institución monástica, al tiempo que urgía renovar sus tradiciones caritativas y adaptarlas a las necesidades actuales de los hombres, de manera que los monasterios fueran como semilleros de edificación del pueblo cristiano.
En materia litúrgica, se impuso el criterio de la participación activa del pueblo de Dios. La Iglesia se definía no ya como una sociedad perfecta, en paralelismo a los estados, sino como el Pueblo de Dios, según los criterios que se desprenden de las Escrituras.
Este pueblo de Dios habría de celebrar el misterio pascual de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, como elemento fundamental del culto que debía tributar a Dios. Y habría de hacerlo de forma colectiva, participando activamente en dicha celebración, sin reducir esta función a los sacerdotes ordenados, sino ejerciendo el sacerdocio común de los bautizados.
El balance general del Concilio Vaticano II no puede dejar de calificarse de magnífico, obra del Espíritu Santo, que ayudó a la Iglesia a salir del estancamiento escolástico en el que había permanecido durante siglos, y a distanciarse de las crisis socio-políticas en las que se había visto involucrada como consecuencia de su papel temporal durante los últimos siglos. Para la vida monástica, también los textos, considerados estrictamente en sí mismos, eran muy enriquecedores y esperanzadores.
El balance general del Concilio Vaticano II no puede dejar de calificarse de magnífico, obra del Espíritu Santo, que ayudó a la Iglesia a salir del estancamiento escolástico en el que había permanecido durante siglos, y a distanciarse de las crisis socio-políticas en las que se había visto involucrada como consecuencia de su papel temporal durante los últimos siglos. Para la vida monástica, también los textos, considerados estrictamente en sí mismos, eran muy enriquecedores y esperanzadores.
ResponderEliminarEn materia litúrgica, se impuso el criterio de la participación activa del pueblo de Dios. La Iglesia se definía no ya como una sociedad perfecta, en paralelismo a los estados, sino como el Pueblo de Dios, según los criterios que se desprenden de las Escrituras.
Este pueblo de Dios habría de celebrar el misterio pascual de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, como elemento fundamental del culto que debía tributar a Dios. Y habría de hacerlo de forma colectiva, participando activamente en dicha celebración, sin reducir esta función a los sacerdotes ordenados, sino ejerciendo el sacerdocio común de los bautizados.