“Reaviva el don de Dios
que hay en ti”
La veracidad de nuestra
vida
La veracidad de la vocación
Todos somos conscientes
de que nuestra vocación tiene una veracidad. Es decir, un modo de concebirla y
de vivirla que sea verdadero, auténtico. Somos conscientes que la llamada a
seguir una vocación según un carisma particular exige de nosotros una veracidad,
exige de nosotros una adaptación de nosotros mismos, de nuestra vida, de la
vida de las comunidades y de toda una Orden, a un “ideal” que nos es propuesto
y dado. Si con frecuencia no todos se dan cuenta conscientemente de que no son
veraces con respecto a su vocación, vemos que la no veracidad es, sin embargo,
percibida por cada uno al menos como insatisfacción, descontento, que a menudo
se manifiesta en veracidades ilusorias, autónomas, mentirosas.
Nunca como desde cuando
soy abad general, me he encontrado ante el problema de la veracidad en la
vivencia de nuestra vocación. Antes pensaba en ello, también era una
preocupación antes, con respecto a mí mismo y a mis hermanos de comunidad,
pero, ahora, en una posición en la que en cierto sentido me siento responsable
impotente de la veracidad de tantas comunidades tan diferentes en su modo de
seguir el carisma, este problema es un asilo que, confieso, a menudo me deprime
y me da tentaciones de huir. A veces me encuentro como mirando al vacío, como
si no fuese capaz ni siquiera de pensar, de ver un horizonte, pues tan absurdo
me parece el modo con el que algunas comunidades y personas, algunos
superiores, se colocan ante su vocación, a aquella vocación que debería ser
“nuestra”, una vocación común, aun seguida con acentos y modalidades
diferentes, determinados por la diversidad de factores culturales, históricos,
sociológicos, etc., en los que cada uno es llamado.
La veracidad es definida
como la correspondencia a la verdad. Este aspecto de la correspondencia me
parece importante, porque nos recuerda que la verdad no es jamás algo
suspendido en el vacío, no es algo en sí y por sí. La verdad es una realidad
que “nos corresponde”, es, por lo tanto, una realidad “a la que corresponder”,
a la que responder, es decir, con respecto a la cual hemos de ser responsables.
Y esto es válido sobre todo cuando está en juego la vida, la verdad de la vida.
No sirve preguntarse qué es la verdad, como Pilato, si no se asume la
responsabilidad hacia ella. Y Jesús nos ha revelado que la responsabilidad
hacia la verdad quiere decir responsabilidad hacia su Persona, hacia el don que
Él nos hace de sí mismo hasta la muerte en Cruz.
El carisma originario
Para vivir una vocación
con veracidad es importante volver a la realidad original de nuestra llamada, a
la realidad original de nuestra forma de vida. Es lo que llamamos carisma. Pero
el carisma de los carismas para nosotros, para todos, es Cristo mismo que nos
llama, Cristo mismo que nos encuentra, nos mira, nos llama, nos pide algo. El
carisma no es nunca un don del Espíritu concebido como una realidad aparte. El
carisma es aquel modo particular con el que el Espíritu Santo nos concede
encontrar a Cristo e iniciar una amistad con Él. Si no se vuelve siempre de
nuevo al carisma esencial de la relación con Cristo, que nos introduce a la
relación con el Padre, vaciamos el carisma del Espíritu que lo anima, porque el
Espíritu Santo es esencialmente el amor, la comunión, entre el Padre y el
Hijo.
San Pablo expresa bien
esta concepción carismática y cristológica de la vocación cuando pide a
Timoteo: “Reaviva el don de Dios que hay en ti” (2 Tm 1,6). En el caso de
Timoteo se trata del don del presbiterado recibido por imposición de las manos
de Pablo. Pero cada vocación es un don de Dios que la Iglesia nos transmite. Y
nuestra libertad está llamada a reavivar siempre en nosotros el don de Dios de
la vocación y misión de nuestra vida.
En 2 Timoteo 1,6, Pablo
dice literalmente: “reaviva el fuego [anazopyrein] del carisma de Dios que
hay en ti”. En latín se habla además de resurrección del carisma: “admoneo
te ut resuscites gratiam Dei quae est in te”.
La idea de “reavivar el
fuego”, de “resucitar”, nos impulsa a percibir la importancia de nuestra
responsabilidad ante el don de nuestra vocación, de toda vocación, tanto
personal como comunitaria, ante la vocación de cada movimiento o familia
religiosa que el Espíritu suscita en la Iglesia.
La vocación es un
carisma, una gracia, un don de Dios, pero estamos llamados, exhortados, a reavivar
este fuego. Prefiero la idea de reavivar el fuego más que la de resucitar,
porque la resurrección requiere el poder de volver a dar vida a algo muerto,
sin embargo, reavivar el fuego quiere decir dar oxígeno y combustible a una
llama que no está apagada, de la que siempre permanecen al menos las brasas
ardientes bajo la ceniza.
Porque todo don de Dios
es algo definitivo: “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”, escribe
Pablo a los Romanos (Rom 11,29). Pero nuestra libertad, a la cual se confía
cada don de Dios, es responsable de que arda el don o permanezca bajo las
cenizas. Somos responsables de permitir al carisma que arda, que sea fuego, y
no solo brasas. Somos responsables de que el carisma viva de verdad.
El don de Dios es un
poco como lo que Cristo llama en el Apocalipsis “primer amor” (Ap 2,4) cuando
se dirige a la Iglesia de Éfeso, el fuego del amor primero que hemos abandonado
y que estamos llamados constantemente a reavivar. ¿Cómo? Lo dice Jesús poco
después a la Iglesia de Laodicea: “Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la
puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos” (Ap
3,19-20).
En definitiva, es
necesario abrir la puerta a Cristo, para que haya esa corriente de aire que
reavive el fuego del primer amor, del don de Dios que nos ha inflamado desde el
comienzo, que ha inflamado desde el comienzo a nuestra Orden, que ha inflamado
el comienzo de la Iglesia el día de Pentecostés.
“Sé ferviente y
arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y
comeremos juntos”.
Los elementos que
permiten reavivar el fuego del don de Dios son el celo y la conversión que permiten
a la palabra y a la presencia de Cristo entrar en nuestra vida, en nuestro
corazón, en nuestra comunidad.
Solo de esta forma
nuestra vida y vocación encuentran su veracidad, porque se reaniman en la
fuente del don de Dios, en la fuente de la presencia de Cristo y del Evangelio.
A los 50 años del
Concilio, vemos claramente que la renovación de la veracidad de nuestra vida
está por comenzar. El Concilio ha lanzado un trabajo de renovación que no era
solo para algunos años o decenios de post-Concilio, para algunas reformas
exteriores que se han hecho con más o menos prisa, como la adaptación de las
Constituciones. El Concilio ha invitado a reavivar el fuego del don de Dios de
nuestra vocación, y esto se debe hacer siempre volviendo a los orígenes, al
comienzo, al amor primero o, más bien, volviendo al primer Amado, al primer
anuncio, es decir, al Evangelio.
La veracidad de la fe
Decía más arriba que la
veracidad es la correspondencia con la verdad. Si para nosotros la verdad es
Cristo, la veracidad de nuestra vida es poner toda nuestra fe en Él, en el Amén
que decimos a Cristo. San Benito pide en el capítulo 11 de la Regla que el
domingo lea el abad el Evangelio “mientras todos están en pie con veneración y
temor” y que “al final de la lectura todos respondan: ¡Amén!” (RB 11,9-10).
Este “Amén” expresado
ante la Palabra del Evangelio, leído el domingo por aquel o aquella que
representa a Cristo en la comunidad, estando en pie con actitud de veneración y
temor de Dios, este “Amén”, sintetiza toda la veracidad de nuestra vida y vocación.
Pero este Amén debe convertirse en la sustancia y el deber de toda nuestra
vida, la expresión suprema e integral de nuestra libertad.
En el Prólogo de la
Regla, San Benito explica lo que significa este Amén al Evangelio de Cristo.
“Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia de las buenas
obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que
merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino” (Pról. 21).
Decir “Amén” al
Evangelio quiere decir seguir a Cristo mismo, escuchándolo, viéndolo, para
entrar en su Reino. El Evangelio es Cristo que guía nuestra vida con verdad y
caridad. No puede existir veracidad de vida sin este seguimiento, sin seguir
este camino.
¿Qué es el Evangelio?
Así pues, pienso que es
importante comenzar iluminando lo que entendemos cuando hablamos de Evangelio.
Para entender cómo seguirlo, cómo vivirlo; para entender cómo vivirlo hoy, para
entender como vivirlo en la vida monástica, para entender cómo vivirlo
concretamente, verazmente, debemos aclararnos de qué tratamos cuando hablamos
del Evangelio.
Sabéis que la palabra
Evangelio está compuesta en griego por eu (bien) y angelion
(anuncio). El Evangelio es un “buen anuncio”, una “buena noticia”.
¿De qué se trata? ¿Por
qué es buena? ¿Qué anuncia? Debemos plantearnos esta pregunta si queremos que
esta buena noticia siga siendo no solo buena, sino también nueva.
Es significativo que el
término “nuevo” corresponda al término “anuncio”, que derive de “anuncio”.
“Nuevo” es lo que se anuncia, que equivale a lo que no se sabía o conocía
antes. Entonces ¿Cómo puede ser nuevo un anuncio con una antigüedad de 2000
años?
Si pensamos en el
anuncio de la caída del Imperio romano de occidente en el año 476, ninguno de
nosotros lo considera una novedad, incluso si lo aprende por primera vez como
los niños de la escuela. Es una información histórica que ya no es noticia, ya
no es novedad.
Para que una cosa
sucedida en el pasado pueda permanecer como noticia, como novedad a comunicar
con entusiasmo y fervor, es necesario que permanezca ella misma como nueva, es
necesario que el hecho histórico siga siendo un hecho que acontece hoy. No
basta que la novedad resida en conocer la noticia, la información, como cuando
se supo por primera vez que el imperio romano había caído en el 476. Es
necesario que el acontecimiento mismo permanezca nuevo, actual, presente, vivo.
Por esto, para que el
Evangelio permanezca como “buena noticia”, “buena nueva”, es necesario que no
se reduzca a un libro de historia. No basta que sea un documento histórico, ni
un libro de historia actualizado. No basta saber que el texto es auténtico, el
más cercano posible a los hechos relatados. Como no basta tener una edición
actualizada en lenguaje coloquial. Ni siquiera me basta que se me presente del
modo más adaptado a la sensibilidad de hoy. Para que siga siendo “buena
noticia”, el Evangelio debe anunciarme algo que acontece hoy, ahora, y que
acontece para mí, que me acontece a mí.
El hecho de que la
lectura adecuada del Evangelio sea siempre la que se hace en la Iglesia, y
especialmente en la liturgia, como hemos visto en la Regla, no es simplemente
una medida para evitar equivocarse en la interpretación, sino que se debe a que
el Evangelio describe lo que sucede en la Iglesia, describe la novedad que se
reproduce en la Iglesia, que se reproduce realmente en el sacramento. Separado
de la experiencia eclesial, el Evangelio se convierte en un documento antiguo,
ya no es “buena noticia”, sino “buena antigüedad”, que llevado al extremo vale
menos que los jeroglíficos egipcios o los textos filosóficos griegos.
Existe como una
progresión en el anuncio del Evangelio. Cuando Jesús comienza la vida pública,
los evangelios dicen que recorría ciudades y pueblos “proclamando la Buena
Nueva del reino” (Mt 4,23; 9,35). Pero en los Hechos de los Apóstoles y en las
cartas se habla más bien de “Buena Noticia de Jesucristo” (por ejemplo: Hech
5,42).
Cuando Jesús comienza la
predicación, es como si anunciase a sabiendas que el contenido de la Buena
Noticia es un misterio, es algo misterioso, no definible. En efecto, ¿qué es el
reino de Dios? La gente es atraída, se detiene, escucha, mira, sigue, y poco a
poco los más humildes y pobres de espíritu comprenden que el contenido de la
Buena Noticia es el mismo Jesús, que el reino de Dios anunciado coincide con su
presencia que trae la verdad, el amor, la salvación; que coincide con Él que se
revela omnipotente y misericordioso. La Buena Noticia es la persona de Cristo
que salva.
En el fondo, el criterio
último que decide si uno acoge o rechaza el Evangelio es, ya durante la vida de
Jesús, si se admite o no la coincidencia de la Buena Noticia con la persona de
Cristo, si se admite que el Evangelio del reino de Dios corresponde al
Evangelio de Jesucristo, y de Jesucristo no solo en el sentido de que lo ha
proclamado o inventado Él, sino en el sentido de que Él es la Buena Nueva, que
su Persona es la Novedad Buena. Para los apóstoles está clarísimo a partir de
Pentecostés que anunciar el Evangelio quiere decir anunciar a Jesucristo,
anunciar su presencia y su amor.
¿Quién entiende esto?
En los Evangelios se
evidencia una categoría de personas que el Antiguo Testamento ya había puesto
de relieve discretamente: los pobres de corazón, los humildes. Ellos son lo que
comprenden o, más bien, los que acogen mejor todas estas coincidencias de la
Buena Nueva con la persona misma de Jesús de Nazaret. En ellos y por ellos el
anuncio del Evangelio como Palabra se convierte enseguida en adhesión al
Evangelio como Persona. Escucha a Jesús hablar y se pegan a Él, incluso sin
entender todo lo que ha dicho. Para los pobres, los pequeños, los humildes, el
Evangelio es Jesucristo.
Esto es algo que debemos
entender siempre nuevamente si queremos que el Evangelio siga siendo actual en
nuestros días, y si queremos entender qué significa vivirlo hoy. San Benito,
insistiendo sobre el tema de la humildad en la ascesis monástica, quiere, en el
fondo, formar en nosotros aquellos pequeños y pobres de corazón que puedan de
verdad acoger y vivir el Evangelio, adhiriéndose con fe total a Jesús. Si esto
no sucede, el Evangelio se convierte en una abstracción, un texto, una
doctrina, una teoría que nuestra interpretación puede manipular como y cuanto
quiera.
Si queremos volver a
encontrar el Evangelio escuchado y seguido por Benito y Bernardo, como lo
hicieron Juan y Andrés, Pedro, María Magdalena y Pablo, como hicieron María y
José, debemos hallar de nuevo la identificación del Evangelio con Jesús, volver
a encontrar el Evangelio como “Verbum Domini”, como Palabra del Señor,
Palabra del Verbo, Palabra de la Palabra, como Palabra hecha carne, hecha
Persona para ver, tocar, escuchar y amar.
La Vida se ha
manifestado
Es la conciencia de la
que estaba empapado el apóstol y evangelista Juan: “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, – pues la
Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos
la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó – lo
que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo”
(1 Jn 1,1-4).
El contenido y la
sustancia del anuncio, de la Buena Noticia, es el Verbo encarnado, una Persona
que encierra en sí todo lo que existe “desde el principio”, es decir, desde
siempre y por siempre; que encierra en sí todo lo que debemos experimentar,
saber y vivir; una Persona que es la plenitud de nuestra alegría, una Persona
que colma el deseo de felicidad de nuestro corazón.
Esta Persona es “Vida
eterna”, la vida perfecta, la vida siempre viva, la vida que no muere, la
plenitud de la vida, el origen y la plenitud de toda vida, de nuestra vida.
Nuestra vida es el reflejo, la imagen, el embrión de esta Vida eterna, y por
esto nuestra vida anhela esta Vida eterna como su Origen y su Plenitud. Este
origen y esta plenitud están perfectamente “encerrados” en el Verbo de la Vida,
dentro del Misterio total, global, de la Trinidad. El Verbo de la vida es la
Vida y la Verdad de nuestra vida en cuanto está “cerca del Padre”, “apud
Patrem”, en cuanto que está dirigido al Padre. La Vida de nuestra vida es
la Persona del Verbo que está en comunión con el Padre, vuelto al Padre,
tendido al Padre, en el Padre, en una relación de amor infinito, perfecto, en
la plenitud de Amor que es la Persona del Espíritu Santo Paráclito.
Experiencia, anuncio y
comunión
He aquí, entonces, que
esta perfección de Amor, de Relación trinitaria, ha aparecido, se ha
manifestado, se ha vuelto hacia nosotros; literalmente; se ha “epifanizado” a
nosotros. “Pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos
testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y
que se nos manifestó”. Juan nos dice esto como un inciso, poniéndolo entre
paréntesis, pero de hecho este inciso es el corazón del pasaje, es el
acontecimiento que explica todo, que nos permite decir y vivir todo lo demás.
Es la manifestación de la Vida eterna que nos permite entrar en las tres
dimensiones descritas aquí por Juan: la experiencia, el anuncio y la
comunión. La experiencia de poder oír, ver, contemplar, tocar el Verbo de
la vida. El anuncio, el testimonio de este hecho, de este acontecimiento, de
esta presencia personal. La comunión fraterna en la comunión con Dios, reunida
en la participación de la Comunión trinitaria que abraza todo, porque es
origen, consistencia y fin de toda comunión, de toda relación, de todo amor.
La epifanía del Verbo de
la Vida, la epifanía de la vida en el Verbo de la Vida, hace posible la
experiencia, el anuncio y la comunión, es decir, es el fundamento y la
sustancia de toda experiencia cristiana. Y estas tres dimensiones no están
separadas, sino que están la una en la otra y la una genera a la otra en una
especie de circuminsesión que refleja en el mundo humano el misterio de la
Trinidad. Cada una de estas tres dimensiones es el origen y el fin de las
demás: la experiencia genera anuncio y comunión; el anuncio genera experiencia
y comunión; la comunión genera experiencia y anuncio…
Ahora bien, en esta
experiencia ternaria, y diría trinitaria, la dimensión del anuncio es la que
corresponde al momento de la manifestación del Verbo de la Vida, la que
corresponde al momento de la epifanía del Verbo de la Vida. El apóstol anuncia,
el evangelista anuncia, porque el Verbo se ha manifestado. Pero en la
manifestación del Verbo está tan implicada la experiencia, la sensibilidad, del
evangelista, que el anuncio no es más que el paso a través de su carne, de sus
facultades, de su expresividad, del mismo Verbo. El evangelista transmite el
Evangelio del Verbo de la Vida sin hacerle sombra, porque la manifestación del
Verbo está probada por la posibilidad de ser escuchado, mirado y tocado.
Esto es lo excepcional
del testimonio eclesial, del anuncio eclesial: el hecho de que la mediación
humana no entorpece la transmisión de la Palabra, del Verbo, porque la
manifestación del Verbo coincide con el hecho de que se hace posible la
experiencia humana de su presencia. El hecho de que un hombre pueda oír, ver y
tocar al Verbo de la Vida es precisamente la manifestación del Verbo. De
este modo, las orejas, los ojos y las manos del discípulo forman parte
integrante de la manifestación. La humanidad de Juan, de Pedro, de María
Magdalena, de Pablo, de Benito, de Bernardo, de Gertrudis, forma parte
integrante de la manifestación del Verbo de la Vida.
Por lo tanto, el
Evangelio es Jesucristo mismo, pero Jesucristo escuchado, mirado y tocado por
sus discípulos, por la Iglesia, por la comunidad eclesial. De esta forma, el
Evangelio es al mismo tiempo el Verbo de la Vida en cuanto que se manifiesta y
en cuanto que tenemos experiencia de él. El Evangelio es palabra y escucha, luz
y mirada, cuerpo y abrazo. Por esto el Evangelio es verdaderamente lo que es en
su proclamación durante la celebración eucarística, allí donde el sacerdote lo
anuncia y la asamblea lo escucha. Y por esto no tiene sentido buscar una verdad
o una palabra evangélica “depurada” de la expresión eclesial, es decir, buscar
la palabra de Jesús destilándola de lo que la comunidad apostólica hubiese
añadido, purificándola de lo que la primera comunidad de la Iglesia hubiera
superpuesto. Sería como querer retener un sonido sin el instrumento que lo
produce, o la luz de un paisaje de Van Gogh sin mirar el cuadro mismo... Cierto
que el sonido existe aunque ninguno lo escuche, que la luz existe aunque nadie
la vea, pero es abstracto imaginar una manifestación sin el momento de su
acogida.
Sería como imaginar la
encarnación del Verbo sin la Virgen Maria, sin el seno y el corazón, y toda la
persona de la Virgen. Sin la Virgen no hay manifestación del Verbo encarnado,
del mismo modo que no hay manifestación de Cristo sin la Iglesia, sin nosotros.
Y allí donde la experiencia de la Iglesia es reducida, allí donde, por ejemplo,
la Iglesia está dividida, o amputada de sus dimensiones fundamentales, también
la manifestación de Cristo resulta reducida, ofuscada.
Metanoia y seguimiento
Pero hechas todas estas
premisas, ¿cuándo vivimos el Evangelio? ¿Cuál es la característica fundamental
de la vida evangélica? ¿En qué sentido los santos, aun siendo tan diferentes
uno de otro, han vivido el Evangelio, y lo han vivido a la letra? ¿Cuál es la
característica de la vida evangélica verdadera que podemos vivir hoy, como hace
2000 años, o en los tiempos de Benito o de los primeros cistercienses?
En la vida de cada santo
hay una irrupción del Evangelio de Jesucristo, o del Evangelio que es
Jesucristo, del Verbo de la Vida encarnado, que marca como un sobresalto la
conversión, por la que después de aquella irrupción, la vida ya no es la
misma. Quizá no se convierte enseguida en mejor, pero ya no es la misma. En
efecto, se verifica en la persona un cambio de conciencia de la vida, de la
propia vida, de su sentido, de su misión. Es un momento de metanoia,
que, come sabéis, es un término del Evangelio que literalmente es más intenso
que el término “conversión”.
μετάνοια está compuesto
por la preposición μετά (después, con) y del verbo νοέω (percibir, pensar).
Se trata de un cambio de juicio, de pensamiento, una conversión espiritual, del
corazón. Y este es, en efecto, el primer y fundamental efecto que el Evangelio
debería tener sobre nosotros, como lo prueban la primerísimas palabras de Jesús
en el Evangelio de Marcos: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está
cerca; convertios (metanoeite) y creed en el evangelio.” (Mc 1,15)
Seguidamente después de
esta proclamación del Evangelio y de las exigencias relativas de la metanoia,
Marcos relata la llamada de los primeros discípulos: “Mientras iba por la
orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes
en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Seguidme y os haré
pescadores de hombres». Inmediatamente, dejaron sus redes y lo siguieron.” (Mc
1,16-18)
Creo que es importante,
para comprender qué implica seguir a Jesús en la vida evangélica, no separar la
llamada general a la metanoia de la llamada particular al seguimiento, en este
caso, para ser pescadores de hombres. Tengo la impresión de que a menudo,
nosotros, que hemos sido implicados en una forma vocacional particular y, sobre
todo, debemos formar a otros para vivirla, olvidamos que no hay seguimiento si
antes, si ante todo, no hay metanoia, si no hay un impacto interior del
Evangelio de Jesucristo. Cuando Jesús grita “Metanoeite!”, no pide otra
cosa sino una posición del corazón que es más un deseo que un cambio. Es como
fijar la mirada en otro lugar, tenderla hacia una meta. Y esto siempre es
posible; esto es posible enseguida si uno encuentra verdaderamente a Jesús. En
efecto, dice: “Seguidme y os haré...”. Promete lo que hará Él. Pero aceptar
comenzar este camino tras Él solo es posible si el encuentro con Él está
provocando ya una metanoia, una atracción del corazón hacia otro sentido de la
vida, una atracción del corazón hacia una novedad que el Evangelio nos propone
con la fuerza y la persuasión que es propia de la persona de Jesús.
La prioridad de
Jesucristo
Entonces, ¿cómo podemos
describir el sobresalto de conciencia, la metanoia, que el Evangelio de Jesús
puede y quiere provocar? ¿Podemos describir en qué consiste aquella percepción
diferente, más allá de nosotros mismos que se realiza en la metanoia?
El primero que grita “Metanoeite!”
en el Evangelio es Juan Bautista (Mt 3,2). Pero también él tuvo su metanoia
evangélica en el momento de la venida de Jesús. Como mensaje, su anuncio tenía
ya un sabor evangélico, pero también para él la verdadera Nueva Noticia ha sido
la manifestación del Verbo de la Vida. Ahora bien, Juan Bautista, como escribe
su discípulo Juan evangelista, “no era la luz, sino el testigo de la luz” (Jn
1,8). Y el testimonio del Bautista es sencillo: “El que viene después de mí es
antes de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1,15).
Acoger el Evangelio,
tanto para el Bautista como para nosotros, quiere decir reconocer que entra en
nuestra vida algo, alguien que nos precede, que existe antes, eternamente antes
que nosotros, y que, por lo tanto, debe anteceder en su prioridad, debe
encontrar en nosotros una preferencia a nosotros mismos, un cederle el paso, un
detenerse, un hacerse silencio, todo para afirmar que Él es antes, que Él es
más grande. “Los monjes – pide san Benito al final de su Regla – no antepongan
(es decir, no prefieran) absolutamente nada a Cristo” (RB 72,11).
Es a este nivel que
salta una metanoia, que cambia la mentalidad del corazón, incluso si aún no
cambia la vida.
El Evangelio es un
acontecimiento que entra en la vida y toma la primacía como algo que ocurre
antes de la vida. “El que viene después de mí es antes de mí, porque existía
antes que yo”. San Juan Bautista comprendió todo, y no solo a los treinta años,
sino ya desde el seno de su madre. Hacía ya seis meses que estaba en el vientre
de Isabel, mientras que Jesús había sido concebido hacía pocos días, sin
embargo, Juan exulta porque entra en su vida el Principio eterno de su existencia,
el Origen y el Fin, el Sentido de su vida. “Apenas tu saludo llegó a mis oídos,
la criatura saltó de alegría en mi vientre” (Lc 1,44).
El saludo de María es
voz del Verbo, transmite y testimonia que el Verbo de la vida está presente y
entra en la casa y en la vida de Isabel, de Juan. El saludo de María a Isabel
es, por lo tanto, símbolo de evangelización. Si el Verbo no se hubiese
encarnado en ella, María no habría partido hacia Isabel, no habría entrado en
su casa aquél día, no la habría saludado. Y esta venida, este saludo,
corresponden al sentido de la vida de Juan, porque el ángel Gabriel habló a
Zacarías de un “buena nueva” (“He sido enviado para hablarte y darte esta buena
nueva”, Lc 1,19: “missus sum … haec tibi evangelizare”), pero no le anunció
expresamente la encarnación del Verbo. Zacarías pudo también pensar que Juan
sería el Mesías esperado.
Con la venida de María,
todo encuentra su sentido, y el primero en comprenderlo es Juan, Juan es el
primero que acoge la Buena Noticia con júbilo, y en esta situación se hace
ahora más evidente que la Buena Noticia, antes que ser un mensaje, una palabra,
es una presencia, es Jesús, aunque apenas esté concebido y sea un minúsculo
embrión.
Pero todo esto se hace
explícito y se verbaliza cuando Juan dice: “El que viene después de mí es antes
de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1,15).
Y, efectivamente, cuando
Jesús se acerca a él en el Jordán, Juan repite el mismo testimonio: “Al día
siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un
hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no le
conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a
Israel»” (Jn 1,29-31).
Con su testimonio, Juan
evidencia enseguida la sustancia del Evangelio, de la Buena Nueva: la venida de
una prioridad absoluta, la venida a nosotros, la manifestación en nuestra vida
de lo que era antes que nosotros, de Aquél que es el principio eterno de
nuestra vida.
Lo que es antes que
nosotros entra en nuestra vida, nos sale al encuentro: este es el Evangelio de
Jesucristo. Así se comprende que el Evangelio, el acontecimiento de Jesucristo,
viene a crear en nuestra vida y en el mundo una tensión entre lo que somos, lo
que vivimos, nuestra historia, nuestro carácter, nuestra psicología, las
circunstancias en las que nos encontramos, y aquel acontecimiento que viene a
manifestarse, aquella Presencia que aun entrando en nuestra vida es “antes que
nosotros”, porque “existía desde el principio” (1Jn 1,1), es el Principio de
todo en persona (Col 1,18; Ap 3,14; 21,6; 22,13).
El Evangelio es la
presencia del Principio que entra dentro del tiempo de nuestra vida, de la
historia, de la aventura humana. Y esto es algo que de por sí desconcierta el
tiempo, la vida, el curso normal de la vida, la conciencia del tiempo y de la
existencia.
No podemos preguntarnos
cómo vivir el Evangelio y, por lo tanto, nuestra vida y vocación con veracidad,
sin partir de esta paradoja, de este misterio, que coincide con el misterio de
Cristo en la Encarnación, en la Muerte y Resurrección. En todos sus misterios,
Jesucristo se manifiesta como El que viene después de mí y es antes que yo,
como la entrada en el tiempo del principio del tiempo, como el manifestarse del
Verbo de la Vida dentro de nuestra vida, es decir, de la Vida eterna dentro de
la vida que pasa.
Esta paradoja impresiona
e interpela nuestra libertad. Es una sorpresa que provoca nuestra libertad,
nuestra libertad enredada en el tiempo. Nuestra libertad no puede quedarse sin
reaccionar ante esta irrupción del Principio dentro de la vida. ¿Cómo
reaccionar? Debe reaccionar como el Bautista: reconociendo que de verdad aquel
hombre que viene hacia nosotros, y después de nosotros, es antes que nosotros.
La reacción más justa en el encuentro con Cristo, ante la novedad del
Evangelio, es la fe que reconoce que solo aprendiendo la humildad de Cristo
podemos ser verdaderos, vivir con verdad la vida y la vocación. En el fondo,
toda la Regla de san Benito, como la enseñanza de la Iglesia, de todos los
santos, se resumen en la escucha de la invitación más ardiente e íntima de
Cristo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis vuestro descanso” (Mt 11,28-29).
Acoger el Evangelio
abriéndonos a la metanoia de la preferencia de Cristo que mendiga nuestra
obediencia a la humildad y mansedumbre de su Corazón, es decir, a su caridad,
es la sustancia de la veracidad y fecundidad de nuestra vida y vocación.
Conferencia
V Capítulo de la
Congregación de Castilla
20-25 mayo de 2013
Dom Mauro-Giuseppe
Lepori
Abad General OCist
La reacción más justa en el encuentro con Cristo, ante la novedad del Evangelio, es la fe que reconoce que solo aprendiendo la humildad de Cristo podemos ser verdaderos, vivir con verdad la vida y la vocación. En el fondo, toda la Regla de san Benito, como la enseñanza de la Iglesia, de todos los santos, se resumen en la escucha de la invitación más ardiente e íntima de Cristo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11,28-29).
ResponderEliminarAcoger el Evangelio abriéndonos a la metanoia de la preferencia de Cristo que mendiga nuestra obediencia a la humildad y mansedumbre de su Corazón, es decir, a su caridad, es la sustancia de la veracidad y fecundidad de nuestra vida y vocación.